El mundo
cambia. Bien es cierto que nunca o casi nunca como deseamos –
cuando menos no como deseamos los que no tenemos más fortuna que
nuestros miserables jornales – pero, en fin, lo indiscutible es que
si nuestros bisabuelos vivieron un tiempo silencioso sin teléfonos,
frigoríficos, ordenadores, submarinos nucleares, películas de Bruce
Willis y japoneses fotografiándoles la boina calada, en esta
vertiginosa época que nos ha tocado transitar resulta que hay niños,
jóvenes, adolescentes, que desconocen no solo la existencia de un
mundo sin televisión sino también sin pizzerías, videojuegos,
compactos, hamburgueserías, padres esclavizados y centros
comerciales, muchos, muchos centros comerciales... La televisión,
entre otras magníficas posibilidades, nos muestra cotidianamente los
esplendores y las miserias del planeta, nos distrae la soledad, nos
concede la oportunidad de asistir en vivo a extraordinarios
acontecimientos – derrotas del Real Madrid, victorias del BarcelonaClub de Fútbol, etcétera, etcétera - pero como en este asqueroso
mundo todo anverso tiene su reverso, la televisión también nos ha
transmutado de ciudadanos en consumidores, o dicho de otra manera, la
televisión, merced a los anuncios publicitarios con los que todos,
más o menos, nos hemos educado, nos ha convertido en clientes;
clientes pertinaces, perpetuos, insistentes; clientes de perfumerías,
tiendas de a cien, corredurías de seguros, concesionarios de coches
y, sobre todo, de centros comerciales, de muchos, muchos centros
comerciales...
Hay quienes,
afortunadamente, han tenido suerte y han encontrado en estos shopping
center – como los denominan los norteamericanos - la respuesta que
antiguamente, como decía Bob Dylan, estaba en el viento. Así,
padres, madres, travestíes, niños, jubilados de la administración
pública y miembros de alguno de los cien mil colectivos que en
nuestro desquiciado país se dedican a analizar en permanente
asamblea “la dinámica sociopolítica de un estado autonómico” o
alguna otra chorrada, pasan alegremente el fin de semana entre sus
paredes, lo mismo comprando latas de atún en escabeche que
merendando batidos de chocolate, viendo películas de Steven Segal o
cenando una Happy Burguer con Happy Chips and Happy Drinks en la
Hiper Happy Happy Hamburguesería. Según apuntara José Saramago en
la que fue su novela más pesimista, “La Caverna”, esta es la
tendencia – como tanto gustan de decir los cronistas de moda – de
nuestra multitudinaria, desigual, consumidora y desorientada
sociedad.
En realidad,
por más vueltas que le demos, todos los centros comerciales de esta
descorazonadora corteza terrestre son iguales, lo mismo los situados
en la isla de Djeba, en Túnez que los ubicados por los alrededores
de Bilbao, Baracaldo, Portugalete o Castro Urdiales: luminosos,
espaciosos, insípidos, llenos de todo y llenos de nada, todos huelen
de la misma manera, todos suenan del mismo modo y todos,
absolutamente todos, venden los mismos productos. Esto es lo que hay.
A medida que el mundo se empequeñece, más y más centros
comerciales se van abriendo, de tal modo que si en busca de un dedal,
de una gorra de baseball o de una botella de vino, una tarde lluviosa
como esta – más desapacible, áspera y destemplada que una
conferencia de prensa del “mejor entrenador de fútbol de la
historia", el megalomano José Mourinho - entras en el Corte Ingles de
Murcia, también estás entrando en el Corte Ingles de Santander, en
el de Las Palmas de Gran Canaria, en el de Zaragoza o en el del barrio
de Argüelles, en Madrid, capital del reino. En esto, más o menos,
consiste eso que los pobres, pretenciosos y limitados articulistas
denominamos - tan pomposamente - pensamiento único.