La tendencia a la aldea. El localismo. En esta tierra, tan castigada ahora por quienes aún no han entendido que el buen gobierno consiste en cohesionar a la sociedad no en dividirla y destrozarla, hay mucha gente que no tiene el más mínimo interés por nada que no sea su pueblo, que apenas habla de otra cosa, que viaja a disgusto, que no siente la menor curiosidad por aquello que ocurre más allá de su territorio y que tiende a concentrarse en el pueblo donde ha nacido o donde ha establecido favorablemente la residencia. Son los localistas. Los hombres y las mujeres que han decidido limitarse el mundo porque en el mundo no hay mejores zanahorias, mejores puestas de sol, guisantes tan bien redondeados o tormentas de verano tan espectaculares como las que su pueblo produce. En fin, todo esto acostumbra a ser siempre muy relativo, bastante banal y ciertamente infantil, pero lo curioso de estas personas es que nunca aceptan una crítica respecto a la excelencia de sus lechugas, de sus tascas, de sus árboles o de sus opiniones. No la aceptan porque la única conclusión que han sacado de esta desquiciada vida es que su pueblo es el mejor de los pueblos posibles, la quintaesencia de la belleza, del bienestar, de la perfección; en definitiva, la maravilla de las maravillas.
Los localistas tienen un defecto bastante acusado: el de desorbitar sus sentimientos. Lo hinchan todo. Las patatas de su pueblo son las patatas más grandes del planeta, los tomates los más sabrosos, la leche de sus vacas la más saludable y los héroes locales los más valientes, los más aguerridos de la historia. Los localistas, con todo lo inofensivos que parecen, suelen ser los autores de casi todas las peleas que ha habido entre pueblos vecinos y nuestra historia, desgraciadamente, está plagada de riñas vecinales, garrotazos fronterizos, disputas pueblerinas y otros diversos rencores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario