Mientras el
planeta se dirige hacia un laberinto de corrupción, terrorismo,
crímenes, guerras, escándalos, insultos, calumnias, abusos,
fanatismos, deterioro del medio ambiente y demás fragilidades
humanas, me parece que ya solo se puede aspirar a las cosas más
simples: a que los trenes, por ejemplo, lleguen a su hora, a que las
manzanas no sepan a calabaza, a que los locutores de televisión no
tartamudeen cuando cuentan las muchas maravillas de este gobierno o a
que el suelo del bar donde escribo estas breves líneas no esté
cubierto de pringosas servilletas de papel, colillas, restos de
tortilla de patatas o cáscaras vacías de mejillones. La educación que hemos recibido pretende que deseemos cosas
de una manera continua, cualquier clase de cosas, coches, lámparas,
zapatillas de tenis o turrones de chocolate, sin embargo es posible
que para que este manirroto planeta recupere la cordura de una vez
por todas, en lugar de pretender, todo consista en limitarse ya que,
como decía una de las máximas más provechosas de Goethe, la
felicidad es la limitación.
Un mínimo de eficacia. Esta es la religión a la que aspiro. O lo que es lo mismo,
aspiro a que no me atropelle un coche en un paso cebra, a que no me
vendan carne de caballo como si fuera solomillo de ternera o a que el
médico de guardia no me haga esperar horas y horas en la antesala de
su consulta para recetarme un analgésico caro, escaso y de dudosa
eficacia. Las grandes verdades de este tiempo vienen casi siempre en
la sección de los anuncios por palabras de los periódicos. Todo lo
demás, por mucho ruido que produzca, no suele ser más que material para el próximo derribo.
No hay
pretensión más realista que aquella que te procura un mínimo
instante de vida, además las pretensiones desmesuradas no
proporcionan más que disgustos, desengaños, decepciones; tanto para
los pueblos como para las personas que las acometen. Los grandes
ideales arrastran consigo demasiadas desventuras, demasiadas
calamidades, así que lo oportuno es atenerse al plato de chipirones
en su tinta que te metes entre pecho y espalda mientras conversas con
alguien cercano de antiguos paisajes, remotos placeres, libros leídos
o personas perdidas, o sea, de cuestiones mínimas pero consistentes.
Cuando llueve lo propio es sentirse recompensado. Cuando hace sol
acercarse hasta el parque para leer los anuncios por palabras de los
periódicos sentados sobre cualquier banco; solos; bajo la templada
sombra de cualquier nogal. Eso es todo. Una vez perdida la primera
inocencia, no resulta difícil caer en la cuenta que todas las
propuestas políticas - incluida la tan promocionada de la austeridad - tarde o temprano terminan convirtiéndose en un turbio
asunto de codicia. Los ricos gobiernan desde la impunidad. La
oposición ha desaparecido.
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