No se vive
más que una vida. Cierto. Pero de entre todas las cosas que en este
mundo se pueden hacer, ¿por qué llegamos a hacer lo que hacemos?;
es decir, ¿qué es lo que nos impulsa a convertirnos en lo que
finalmente terminamos siendo? : ¿el azar?, ¿la necesidad?. Por
poner un ejemplo que me resulta bastante cercano, ¿que es lo que le
ha ocurrido a mi miserable persona para trabajar como periodista en
lugar de convertirme en un hombre de provecho; o sea, en un banquero,
pastor de cabras, lancero bengalí, pintor de brocha gorda,
presentador de televisión homosexual, guardia de tráfico en alguna
desolada aldea rumana o concejal de urbanismo en alguna localidad
costera de este disparatado país..?. No sé si es porque frecuento
demasiados bares o porque leo demasiados periódicos, pero,
últimamente, me parece que hay demasiada gente para todo: para ver
partidos de fútbol, para morirse en un campamento de refugiados,
para hacer cola ante la ventanilla de cualquier administración
pública o para comprar aceitunas machacadas en un mercado marroquí.
Hay gente de sobra. Tanto para lo bueno como para lo malo. Gente
anónima que se tumba al sol, procrea, respira, miente, paga la
hipoteca y se sienta disciplinadamente ante el televisor para
contemplar las muchas estupideces que nos muestran. Hay gente incluso
para leer artículos como este. Gente que no suele protestar por casi
nada, que aguanta carros y carretas, que pierde el tiempo
inmovilizada en monumentales atascos de tráfico y a la que, como
escribiera Guillaume Apollinaire, “hace mucho, mucho tiempo que se
le hace creer que no tiene ningún futuro, que es ignorante por
completo y totalmente idiota de nacimiento...”
En
una entrevista concedida a un diario británico hace ya muchos,
muchos años, – tantos que un humilde servidor ni siquiera había
nacido - el inmenso Bertrand Russell, pensador inglés muy
influyente durante el siglo pasado, declaró que: “a menos que todo
el mundo haya de ser muy pobre, no debería haber más gente que
alimentar de la que hay ahora; por tanto es absolutamente necesario
nivelar el crecimiento de la población hasta que ésta sea
relativamente estacionaria”. Palabras dichas durante la
década de los cincuenta, cuando, ni de lejos, nos acercábamos a los
más de seis mil millones de personas que actualmente habitamos este
planeta azotado por los huracanes, la contaminación, las lluvias
torrenciales y las pertinaces sequías.
Nunca
he llegado a comprender para qué leches hay tantas personas en este disparatado mundo: ¿para nada en especial o para qué virus como el de
la gripe del pollo tengan con quién entretenerse?; ¿para qué los
promotores inmobiliarios no dejen ni un palmo de terreno por
construir y vendan más fácilmente sus cada vez más minúsculos
apartamentos o para que los políticos dispongan de disciplinadas
masas a las que camelar con sus discursos; o sea, con sus turbios
negocios, casualmente, también inmobiliarios?; ¿para que Andy y
Lucas, Melendi, El Canto del Loco, Amaya Montero y la subsiguiente
caterva de horteras que nos asola puedan vender millones de discos o
para qué los grandes magnates, los dueños de la multinacionales,
tengan compradores a quienes venderles tanto teléfono móvil, tanto
ordenador, tantas aspirinas, tanto automóvil, tantas vacunas contra
supuestas pandemias...?. Ni la más remota idea. Pero, a mi parecer,
la teoría según la cual la calidad nace de la cantidad es
totalmente falsa y en especial en el país donde vivimos. Es un
principio miserable que se ha extendido en esta época miserable con
el propósito de que cada vez haya más gente para comprar cosas,
para pagar impuestos, para jugar a la lotería primitiva o para
sufrir las guerras, la enfermedad, la miseria y el desorden
generalizado. Como a pesar de haber terminado ejerciendo de
periodista no me considero más lerdo que el común de los mortales,
sé perfectamente que todas estas desgracias siempre van existir.
Pero si todo esto debe existir, convendría que se hiciera con la
menor cantidad de gente posible - siempre según mi limitado parecer
y entender, claro está...
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