Llueve
y hace sol. Llueve de nuevo y no es un prodigio de brujas, cuentos de
hadas, pócimas mágicas, lagartijas que juegan al escondite y otras
fantasías animadas de ayer y de hoy, sino la primavera. En la plaza,
una muchacha se ha puesto a bailar. Parece recién salida de un
anuncio de vermut: delgada, risueña, bronceada, tan hermosa que
resultaría fácil confundirla con el fotograma de alguna película
francesa vislumbrada durante la adolescencia: salta arriba y abajo,
da una vuelta, toca las palmas y levanta al cielo las manos y los
ojos, contenta y entregada... El mundo se nos cuenta desde la
catástrofe. Lo es, pero, por si acaso, todos los días nos lo
recuerdan. La muchacha que se ha puesto a bailar en la plaza no
abrirá mañana ningún telediario, no aparecerá en la portada de
ningún periódico, no será minuciosamente despellejada en ninguna
tertulia radiofónica porque, en este mediodía primaveral, no ha
asesinado a nadie, se ha limitado a saltar arriba y abajo, a dar una
vuelta, a tocar las palmas y a levantar al cielo las manos y los
ojos, contenta y entregada...
Hace
tiempo que los medios de comunicación adquirieron el hábito de
mostrarnos únicamente las tragedias que se suceden en el planeta.
Durante la sobremesa de todos nuestros días no hacemos sino
contemplar manadas de niños famélicos, mujeres apuñaladas por
hombres destruidos, políticos que se corrompen por una mínima
ración de codicia, cadáveres desmembrados que se amontonan en la
calle tras cualquier atentado, hectáreas de bosques devoradas por
incendios fabulosos o inmigrantes subsaharianos ahogados frente a las
costas de nuestro paraíso occidental. El diablo sabrá porqué, pero
lo cierto es que a la hora de elegir, los propietarios de los medios
han elegido lo peor de la especie para mantenernos puntualmente
informados del último asesinato, la última violación, la última
hazaña terrorista o el último comunicado imbécil de cualquier
grupo de psicópatas. En esto ha terminado derivando el negocio al
que hace ya muchos, muchos años pertenezco.
Todas
estas desgracias parecen la suma exacta del tiempo que nos ha tocado
vivir. Aunque no son más que un limitado fragmento de la realidad
hacia el que han sido enfocadas las cámaras. Pero más allá de
estas cámaras existe otra realidad que nunca es televisada: la vida
de las personas que, perdidas en el tránsito diario, anónimas,
sobrellevando como buenamente pueden las propias desdichas, trabajan
como científicos, profesores, enfermeras, taxistas, dependientes,
médicos o músicos callejeros; personas que cuidan leprosos, pasan
los fines de semana con minusválidos, cocinan para el disfrute de
sus amigos, mantienen distraídos a los niños, escriben para
mostrarnos lo que desconocemos o limpian las casas que habitamos con
la misma minuciosidad con la que las monjas de clausura, hace ya
tiempo, hilaban tapices... Llueve y hace sol. Llueve de nuevo y en la
plaza una muchacha se ha puesto a bailar. Baila solo por el placer de
animarse y de reir. O tal vez, porque el viento la empuja y una voz
interior le canta que el mundo es de ella; bailarina, sin pareja...
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