Hace
ya tiempo, en las letrinas de una vieja estación de ferrocarril, en
un remoto pueblo de La Mancha castellana, me entretuve durante un
buen rato leyendo la puerta de los retretes cubierta de
graffitis grabados con navajas y restos de excrementos: los insultos
habituales, ya se pueden ustedes imaginar; las consignas políticas
pasadas de moda; las apreciaciones sexuales acerca de la madre de
algún bastardo; varias propuestas de mamadas con los
correspondientes números de teléfono... Entre todos los mensajes me
llamó poderosamente la atención un
número de teléfono seguido de la siguiente súplica: “me siento
muy solo, no me importa si eres un asesino, por favor, llámame”.
Tras cumplir con la urgentísima tarea que me había impulsado a
entrar en aquellas letrinas, tentado estuve de llamar por teléfono
al autor del mensaje, aunque solo fuera para hacerle el favor de
asestarle un par de puñaladas en las ingles, pero, finalmente,
decidí reemprender viaje hacia lo más profundo del mediterráneo en
busca de mi propio asesino.
La
vida, además de breve, absurda y cara, es una sucesión de
compañías. Eso decían al menos los poetas románticos del
diecinueve y los numerosísimos cantantes folkies estadounidenses que
tanto se promocionaron durante el breve reinado de Kennedy I, el
Sátiro. Pero en las ciudades que nos está tocando habitar, un
porcentaje cada vez más elevado de la población vive sola, come
sola, habla sola, discute sola con la televisión y sueña con los
angelitos sola. En España el 20% de los hogares son ya
unipersonales, según la última encuesta de población activa. Hay
más de tres millones y medio de singles españoles; en 1991 no
llegaban a 590.000. De todos los hogares creados en los últimos tres
años, el 45% está formado por una sola persona. Es una tendencia
creciente – en 2014 uno de cada cuatro hogares será unipersonal,
según el Instituto de Política Familiar - y global ya que en la
Europa Occidental este tipo de hogares llegan ya al 30% y en el mundo
han pasado de 153,5 millones a 202,6 millones en apenas seis años.
Las revistas, los periódicos,
los programas de televisión y las páginas más visitadas de la red
constatan una y otra vez que en las grandes ciudades como Londres,
París, Barcelona, Castro Urdiales o Nueva York lo que más crece es
la cantidad de individuos que viven solos. La soledad es el
privilegio y el negocio de la civilización occidental. En otras
culturas, desde las chozas de Abisinia hasta el archipiélago de
Jojo, se vive en la calle, todos juntos, revueltos, mezclados... Hay
toda una aureola mística alrededor de la soledad, debido, sobre
todo, a la penosa influencia que las telenovelas, la mala literatura
y las estúpidas canciones de amor han tenido sobre amplios sectores
de la población, pero la soledad auténtica, la impuesta, no es más
que una minuciosa sucesión de fracasos. Las putas lo saben. No es
que sean las únicas pero, bueno, según ellas, la mayoría de sus
clientes puestos a lamentarse no se lamentan de otra cosa que de
soledad. Basta tirarse una breve charleta con cualquiera de estas
desventuradas profesionales para percibir que su negocio crece en la
misma medida en que también crece la soledad del individuo
contemporáneo - y para ser sinceros, su negocio, en nuestro
disparatado país, está creciendo a un ritmo tan desmesurado que si
sigue la tendencia actual seguro que acabaremos ocupando el primer
puesto en el ranking mundial de "más putas por metro
cuadrado"...
Hace
ya tiempo, en otra época, la soledad se combatía conversando con
quienes compartían la vivienda familiar, con el vecino, el portero,
las visitas o con el sereno cuando, de madrugada, uno, mal que bien,
regresaba al hogar tambaleándose de farola en farola. Todo eso
pertenece al pasado. Mucho me temo que quienes más partido están
sacando de nuestro aislamiento – los constructores, los gobiernos y
por supuesto, las multinacionales que nos venden lavadoras,
ordenadores, microondas, video consolas, reproductores de música,
televisores, transistores y sexo virtual, mucho, mucho sexo virtual –
nos están construyendo ciudades para la soledad; para cincuenta
metros cuadrados, como mucho, de televisión, internet, silencio, luz
eléctrica, ropa esparcida, comida a domicilio y soledad, mucha,
mucha soledad... Tal vez por eso, a veces, en mitad de la noche,
todavía me despierto, ligeramente inquieto, preguntándome si el
autor de aquél mensaje, leído en las letrinas de una vieja estación
de ferrocarril de un remoto pueblo de La Mancha castellana, habrá
tenido suerte y habrá encontrado, por fin, a su asesino.
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