En
fin cada quien es cada cual y como contra gustos no hay disputas no
voy a ser yo quien les indique cual es la manera más provechosa de
transitar por este desquiciado planeta – para eso ya están los
curas, los tertulianos, los psicoterapeutas, los diseñadores con
vocación pedagógica, los cocineros con vocación filosófica y
Federico Jimenez Losantos – pero, a mi juicio, entendiéndolo desde
la modestia que conlleva el ser un simple periodista sin más
entendederas que los muchos años dedicados a este desprestigiado
oficio, una de las maneras más decentes de estar en el mundo actual
es ayudando, en la medida que se pueda, a la cantidad de desgraciados
que todos los días sufren las consecuencias de un destino adverso; o
sea, a los enfermos, los parados, las víctimas de la violencia, los
más de dos mil ochocientos millones de trabajadores que ganan menos
de dos dólares al día o a los casi cinco millones de niños que
cada año mueren de hambre en el mundo –. Esta época de crisis
económica, por cierto, sin necesidad de salir corriendo de casa para
socorrer a los saharauies o para trabajar de cooperante en las selvas
amazónicas, que también, resulta bastante apropiada para dedicar
parte de nuestro tiempo, nuestro dinero o nuestro esfuerzo, a ayudar
a quienes, a nuestro alrededor, están padeciendo, realmente, las
consecuencias del cataclismo económico provocado por los habituales
estafadores de siempre, en el supuesto, claro, de que estos
estafadores no se apropien del poco dinero que nos queda para
continuar con sus habituales desmanes.
Debido, tal vez, a estas circunstancias y a otras consideraciones
menos altruistas pero más prácticas, llega un momento en la vida en
que te preguntas para que sirve lo que haces y si no te lo preguntas
siempre hay un alma caritativa que se toma la molestia de hacerlo. La
otra noche, por ejemplo, en un bar minúsculo, brumoso, lánguido,
refugio de fumadores y decorado con fotografías de cuando Castro
Urdiales todavía no se había convertido en un delirante
batiburrillo de disparatadas edificaciones, una estudiante de alguno
de esos numerosos masters que, supuestamente, te capacitan para
administrar empresas y casi tan hermosa como vivir dentro de una
canción de Emmylou Harris, me preguntó para que demonios servían
los artículos que escribo. Como hace ya muchísimo tiempo que,
además de dinero, carezco de vanidad, le contesté que seguramente
para nada pero, bueno, como en esta vida, cuando no se está tratando
de mejorar la vida de los demás, todo es entretenerse, esta es la
manera más barata que he encontrado para entretenerme, ya que
después de todo, ¿para que estamos en este disparatado mundo sino
es para perder el tiempo?. Hay quién pierde el suyo tocando el
clarinete, saltando de cama en cama, contemplando un partido de
fútbol tras otro, vendiendo pólizas de seguros, escribiendo libros
sobre la influencia de la halitosis en la literatura rusa del
diecinueve, dictando cartas comerciales a la secretaria de turno,
haciendo casas con cuatro ladrillos mal colocados o siguiendo las
andanzas de los concursantes que han enfangado la televisión, así
que, ¿por qué no he de poder perder el mío escribiendo artículos?.
Y en esas estamos, bonita.... Ni que decir tiene que la muchacha era
lo suficientemente joven como para no tener en cuenta ni una sola de
mis palabras. Ya se sabe, juventud, divino tesoro...
La expresión perder el tiempo ya tiene connotaciones sutiles. ¿Qué es perder el tiempo? ¿Es realmente escribir perderlo? Las palabras que dejas, que sueltas y llegan a los oídos de los demás no son gratuitas, no nos atraviesan sin dejar huella... Tal vez no seamos capaces de producir grandes cambios, tal vez no haya grandes cambios, tal vez se trate de ver con la perspectiva que ha ocurrido y qué casulidades provoqué. Y no creo que en el fondo nuestra vanidad no nos lleve a creer que tal vez sea así. ¡Fantasías!
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