El
periodismo está lleno de fracasados. No por vocación, sino porque
los periodistas, en realidad, no servimos más que para describir el
mundo desde la impotencia. Es decir, no trazamos líneas en el
espacio. No tendemos puentes entre hondonadas. No remediamos el
hambre de los continentes desmantelados. No le arrancamos nada a la
tierra: ni frutos, ni mineral, ni misericordia y ni siquiera
arreglamos grifos, dientes, arterias, matrimonios o viejas máquinas
de coser. En resumidas cuentas, enseñen lo que enseñen en la
innecesaria facultad, lo cierto es que para desempeñar este oficio
hay que ser, primero, lo suficientemente humilde como para reconocer
que no se sabe hacer ninguna otra cosa y hay que estar, después,
dispuesto a vivir una vida de privaciones, urgencias, chismorreos,
insignificancias, brillantes descubrimientos, tonterías solemnemente divulgadas,
muchos desplazamientos y una considerable mala leche que hay que
digerirla como buenamente se pueda; o sea, con la habitual
resignación que puede acabar derivando en melancolía, desmedida
afición al vagabundeo o, una vez superada la tentación de dejarlo
todo para montar una ferretería en cualquier remota aldea,
en un moderado alcoholismo habitualmente sazonado con anécdotas de
otros tiempos, otras gentes y otros acontecimientos.
Los
periodistas, los que lo somos sin utilizar el oficio para servir
intereses políticos o económicos, discurrimos por el mundo
preguntando lo que nadie puede contestar, averiguando lo que casi nadie
quiere saber y tratando inútilmente de fijar en el tiempo lo que el
tiempo, tarde o temprano, se encargará de sepultar: un beso, un
naufragio, un discurso, un asesinato, una traición o un huracán
devastador. Si el periodismo algo te enseña es que no hay nada como
alejarse un poco de todo para curarse de la proximidad; de la
deformación de la proximidad. Deformación, de la que todos, en esta
comunidad autónoma desde la que hoy escribo, a saber, Euskadi,
estamos atacados. Es en este sentido, creo, que los antiguos
aconsejaban el desplazamiento. Creían que era un buen método para
prescindir de pequeñeces, de borrosos detalles, de torcidos enredos
tribales y de escenografías grandiosas, interesadas y falsas.
El
mundo solo lo transforman los poetas y los científicos. El resto
hacemos lo que buenamente podemos; es decir, respiramos, comemos,
miramos la televisión, hablamos de chorradas en los bares, hacemos
el amor cuando se tercia y rellenamos quinielas. Comprobado tengo que
los periodistas no servimos más que para describir este disparatado
mundo desde la impotencia, pero, aún así, nada más necesario
en estos momentos de democracias desprestigiadas que el buen
ejercicio de este oficio, dado que si para algo es útil el
periodismo es para prestar atención a la condición humana,
olvidando los planteamientos abstractos, para así relatar los
ultrajes, las injusticias y los abusos que la gente sufre; en
definitiva, para relatar todo aquello que las autoridades no quieren
que se sepa. Con este empeño y con el entusiasmo y el escaso dinero
propio de la juventud, en esta semana se ha presentado en Bilbao, ya
saben, la capital del Guggenheim, una nueva publicación digital: El
Diario Norte. Desde aquí, además de envidiarles la juventud,
desearles suerte y salud...
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