Los jovenes habitan el tiempo sin tener demasiado en cuenta la fragilidad, la fugacidad de las cosas, los frutos de cada estación, la decadencia física, los mundos fugitivos, todos esos breves instantes en los que como un liquido balsámico, anestesiante, uno se reconcilia con la mortalidad. El fracaso, de esta manera, es para los jóvenes solo una posibilidad remota o como mucho – sobre todo para los más instruidos – el pretexto que utilizara John Huston para realizar algunas de sus mejores películas como Fat city, El halcón maltes, Los muertos o El tesoro de Sierra Madre. Lo propio de la juventud es confiar en las propias fuerzas para comerse la vida a dentelladas, pero, "que la vida va en serio uno lo empieza a comprender más tarde; como todos los jóvenes yo vine a llevarme la vida por delante", que escribiera Jaime Gil de Biedma. Sin embargo lo lógico, lo habitual, es fracasar; lógico porque si algo condiciona la vida del hombre de una manera constante, casi cotidiana, eso es la impotencia, la imposibilidad. La imposibilidad, por ejemplo, para transcender más allá de su melancólica condición de ser mortal o la imposibilidad para recuperar los horas, el tiempo, los días perdidos. Los artistas, los grandes, han trabajado siempre condicionados por estos límites, de una manera consciente como Marcel Proust o de una manera inconsciente y desesperada como Vincent Van Gogh, Dylan Thomas, Malclom Lowry o Camarón de la Isla.
La
moral del éxito, el triunfo material como meta, como único valor
que puede justificar una vida es algo que está profundamente ligado
a la cultura del american way of life o dicho de otra manera, la
moral del éxito a no importa que precio es un producto tipicamente
norteamericano lo mismo que las hamburguesas, la familia Kennedy, las
teleseries para adolescentes con el encefalograma plano o la crema de
cacahuete. Nuestro sistema educativo ha sido de las cosas que más
rapidamente ha asimilado el american way of life, así, en los
colegios, en las guarderías, en las universidades, en los masters
cada vez más necesarios para llegar a jefe de tribu o para
empolvarse correctamente la nariz, se compite con el único objetivo
de obtener el triunfo material reduciendo todo conocimiento humano a
su posible utilidad práctica, inmediata, productiva... Esta manera
de entender la enseñanza conduce, inevitablemente, a la exaltación
del dinero, a la vulgarización de la cultura, a la mitificación del
consumo como único sentido de la existencia, dando lugar, en sus
casos más extremos, a lo que ha venido ocurriendo en nuestro país
durante la última decada: la profileración de ignorantes y
corruptos, ya que si se nos educa teniendo como único objetivo la
acumulación de bienes materiales, cualquier otro valor como la
honestidad, la solidaridad, la vocación, el afán de conocimiento,
el amor por el trabajo bien hecho, etcétera, etcétera, quedan
relegados para los pobres de espiritu, los soñadores o los
desgraciados que aún creen que otro mundo todavía es posible.