miércoles, 29 de mayo de 2013

El fracaso


               
Los jovenes habitan el tiempo sin tener demasiado en cuenta la fragilidad, la fugacidad de las cosas, los frutos de cada estación, la decadencia física, los mundos fugitivos, todos esos breves instantes en los que como un liquido balsámico, anestesiante, uno se reconcilia con la mortalidad. El fracaso, de esta manera, es para los jóvenes solo una posibilidad remota o como mucho – sobre todo para los más instruidos – el pretexto que utilizara John Huston para realizar algunas de sus mejores películas como Fat city, El halcón maltes, Los muertos o El tesoro de Sierra Madre. Lo propio de la juventud es confiar en las propias fuerzas para comerse la vida a dentelladas, pero, "que la vida va en serio uno lo empieza a comprender más tarde; como todos los jóvenes yo vine a llevarme la vida por delante", que escribiera Jaime Gil de Biedma. Sin embargo lo lógico, lo habitual, es fracasar; lógico porque si algo condiciona la vida del hombre de una manera constante, casi cotidiana, eso es la impotencia, la imposibilidad. La imposibilidad, por ejemplo, para transcender más allá de su melancólica condición de ser mortal o la imposibilidad para recuperar los horas, el tiempo, los días perdidos. Los artistas, los grandes, han trabajado siempre condicionados por estos límites, de una manera consciente como Marcel Proust o de una manera inconsciente y desesperada como Vincent Van Gogh, Dylan Thomas, Malclom Lowry o Camarón de la Isla.

                   La moral del éxito, el triunfo material como meta, como único valor que puede justificar una vida es algo que está profundamente ligado a la cultura del american way of life o dicho de otra manera, la moral del éxito a no importa que precio es un producto tipicamente norteamericano lo mismo que las hamburguesas, la familia Kennedy, las teleseries para adolescentes con el encefalograma plano o la crema de cacahuete. Nuestro sistema educativo ha sido de las cosas que más rapidamente ha asimilado el american way of life, así, en los colegios, en las guarderías, en las universidades, en los masters cada vez más necesarios para llegar a jefe de tribu o para empolvarse correctamente la nariz, se compite con el único objetivo de obtener el triunfo material reduciendo todo conocimiento humano a su posible utilidad práctica, inmediata, productiva... Esta manera de entender la enseñanza conduce, inevitablemente, a la exaltación del dinero, a la vulgarización de la cultura, a la mitificación del consumo como único sentido de la existencia, dando lugar, en sus casos más extremos, a lo que ha venido ocurriendo en nuestro país durante la última decada: la profileración de ignorantes y corruptos, ya que si se nos educa teniendo como único objetivo la acumulación de bienes materiales, cualquier otro valor como la honestidad, la solidaridad, la vocación, el afán de conocimiento, el amor por el trabajo bien hecho, etcétera, etcétera, quedan relegados para los pobres de espiritu, los soñadores o los desgraciados que aún creen que otro mundo todavía es posible.


               Esto, además del aburrimiento tecnológico, es lo que ocupa el tiempo de los jóvenes durante los años que anteceden a su ingreso en el mercado del trabajo o lo que es lo mismo a su inscripción en las estadísticas del desempleo. Esta es la broma de la que son objeto y esto es lo que día a día se puede comprobar atendiendo al discurso puramente economicista de los periódicos, la televisión, los políticos, los tertulianos de la radio u observando la actitud vital de quienes lideran nuestro hemisferio occidental. Los jóvenes, el 50% que no encuentran trabajo, fracasando ahora ya saben, sin necesidad de leer a Marcel Proust, que como hombres están condicionados de una manera constante, casi cotidiana, por la impotencia, por la imposibilidad; la imposibilidad, en este caso, de desarrollar alguna actividad que les reporte, cuando menos, un mínimo beneficio material. El problema, con serlo, no es solo este. El problema también se inicia cuando los que perciben un salario – sobre todo si es un salario elevado – comienzan a creerse todo eso del triunfo material como meta, de la moral del éxito a no importa que precio, del triunfo material como único valor que puede justificar una vida, etcétera, etcetera.... Y me parece que en eso todavía estamos, viviendo unica y exlusivamente para nosotros mismos: los ricos para satisfacer su insaciable codicia y los pobres para que se conformen con el salario mínimo, la prestación del desempleo, los alcohólicos fines de semana, la carta a los Reyes Magos y mucho, mucho, mucho, muchísimo futbol televisado.

viernes, 24 de mayo de 2013

Turistas



El mundo ha ido perdiendo poco a poco su variedad y hoy podríamos decir que por obra y gracia de la televisión, el cine, las aspirinas, los aviones, la coca-cola, las hamburguesas con doble de queso y los marines, todos los ciudadanos de este planeta nos comportamos, más o menos, de la misma manera. Una de las primeras cosas que percibes viajando por este sorprendente planeta es que en todos los mercados venden las mismas latas de refrescos, las mismas gorras de baseball y los mismos pantalones vaqueros. No es que esto me importe demasiado, pero lo cierto es que el libre comercio, el inmenso poder de las multinacionales y el turismo, o sea, el masivo traslado de individuos de terminal de aeropuerto en terminal de aeropuerto, no sólo ha limitado este intercambio de productos comerciales sino que también está terminando – no sé si para bien o para mal, que esto siempre es relativo - con las peculiaridades sicológicas que antes diferenciaban a las razas, los pueblos, las comarcas y los continentes. El mundo se ha globalizado tanto que dudo mucho que las sociedades actuales contengan diferencias notorias unas de otras. Los países cada vez se parecen más. Los individuos tienen las mismas o parecidas costumbres y los medios de comunicación informan en todas partes de las mismas chorradas, las mismas catástrofes y los mismos cotilleos. Con todo esto, cada vez me parece más difícil distinguir a unas sociedades de otras del modo simplista que antes calificaba a los franceses, por ejemplo, de avarientos, a los italianos de histriónicos, a los ingleses de borrachos, a los alemanes de cabezas cuadradas, a los estadounidenses de ingenuos y a los españoles de jodidamente envidiosos. Aún así, todavía hay sutiles diferencias que pueden apreciarse si uno, además de disponer del tiempo suficiente, se toma la molestia de observar el comportamiento de los distintos individuos que deambulan por este planeta atendiendo a una cuestión, tan arbitraria y tan caprichosa, como es el lugar procedencia; o dicho de otra manera, a pesar del pensamiento único todavía hay una marca de nacimiento que condiciona nuestro carácter, algunos de nuestros hábitos, bastante de nuestras nostalgias y parte de nuestra conducta.

En cualquier lugar de este desquiciado planeta un español, por ejemplo, es inmediatamente reconocido por el elevado volumen de su voz. También por esa tendencia natural que tenemos para hablar de nosotros mismos concediéndonos demasiada importancia, discutir de fútbol en los bares como si la vida nos fuera en ello o utilizar expresiones malsonantes cada vez que tratamos de recalcar nuestras convicciones más profundas – en el supuesto, claro está, de que todavía las tengamos -, pero con todo, considero, que aquello que verdaderamente nos caracteriza es nuestro elevado volumen de voz. En verano, por ejemplo, esta cualidad se hace tan patente que resulta del todo imposible pasearse por cualquier orilla sin escuchar los alaridos de los niños que chapotean en el agua, las recriminaciones de las madres que los maleducan y las interjecciones groseras de los adolescentes que no saben como liberar tanta energía, tanto derroche, tanta líbido... Los extranjeros, por el contrario, suelen permanecer tumbados sobre la arena como mármoles castrados– sobre todo cuando no están bebidos – y se comportan como si la toda lluvia que han soportado durante el largo y tedioso invierno les hubiera proporcionado una ronquera definitiva.

En nuestro disparatado país hay extranjeros de todas las latitudes, pero los que más abundan son los alemanes y los británicos – si exceptuamos a todos aquellos que han acudido a nuestro país en calidad de trabajadores que no de turistas. Los primeros, los alemanes, acostumbran a pasar desapercibidos, pendientes tan solo del cuidado de sus chalets, de la cerveza importada que compran en los supermercados y de la meticulosa limpieza de sus Mercedes, sus Audis o sus Wolsvagen. Los británicos, por el contrario, suelen mostrarse bastante más sociables. Para explicar esta diferencia convendría recordar que el turismo, como todo el mundo sabe, fue inventado en Inglaterra. En el curso del siglo dieciocho, a los estudiantes ingleses de buena familia que tenían alguna posibilidad de hacer una carrera, los mandaban a hacer un viaje por el continente europeo que duraba uno o dos años. El viaje se hacía para aumentar la educación del muchacho y también para eliminar su rusticidad comarcal y nacional. A partir de entonces ningún país puede considerarse como lugar de turismo mientras no acudan a él los turistas británicos. Esto es algo que los italianos, por ejemplo, aprendieron hace ya muchos, muchos años y que a nosotros nunca nos ha interesado demasiado. No sé bien por qué pero las cosas son como son no como las muestra el ministerio de información y turismo, si es que todavía existe. De todas maneras durante una época - no muy lejana, por cierto - en España, la gente de pueblo, con la habitual percepción de quienes todavía no han perdido el contacto con la naturaleza, llamaba ingleses a todos los extranjeros que tenían la ocurrencia de alojarse durante una temporada en alguna de las pensiones, casas u hostales de la sierra granadina, el litoral mediterráneo o los pueblos encalados de la Andalucía más profunda.

No es que los británicos se caractericen por derrochar simpatía, sino que una vez que consiguen abandonar su tradicional actitud de individuos rígidos, distantes y reprimidos – casi siempre mediante la ingesta de alcohol – por educación, siempre hacen el esfuerzo de pronunciar unas cuantas palabras en el idioma de los camareros que tan descuidadamente les atienden – “gracias, señor; cerveza grande, sí; mucho bueno; adiós luego hasta...”. De todas maneras, los ingleses, en los bares – cuando no están bebidos – adoptan generalmente una actitud estática, indiferente, casi despectiva, como si la fiesta no fuera con ellos. La mayoría de los que pululan por estos parajes acostumbran a beber solos, casi siempre al atardecer, después de haber pasado la tarde tostándose al sol como lagartijas. No parecen haber desarrollado el sentido gregario de los alemanes, que gustan de beber de un modo patriótico, sino que en su individualismo - tan característicamente insular, por otra parte – se sientan solos en cualquier mesa, encienden un cigarrillo, despliegan el “Daily Mirror” o el “Herald Tribune” del día anterior y beben el primer vaso de cerveza a tragos largos, ansiosos, pronunciados... Más tarde, tras degustar alguna ración de ensaladilla rusa y un par de huevos fritos con patatas, o en su defecto alguna infame fritura de pescado, cambian la cerveza por el whisky escocés – nunca irlandés – y dudan entre entablar conversación con el camarero o terminar el crucigrama del periódico. Conozco a un individuo, procedente de la ciudad de Manchester, que acostumbra a desarrollar este ritual vestido con una camiseta del Real Madrid. La que más utiliza es la que tiene el nombre de Cristiano Ronaldo inscrito en la espalda, pero también le he visto con la de Xabi Alonso y la del legendario Raul... Imagino que esta es la más manera más barata que el buen hombre ha encontrado para tratar de integrarse en las bárbaras costumbres de este bárbaro país. Dejando al margen esta anécdota, me parece que la llegada de turistas británicos a nuestro país depende de una cosa – bueno, de más de una, sobre todo si tenemos en cuenta nuestras carencias idiomáticas - pero fundamentalmente de que se encuentre en España como en las islas británicas (a no ser, claro, que sea uno de esos hooligan descerebrados que se dedica al turismo alcohólico); es decir, que disponga de un servicio hostelero que le hable en inglés, con un buen roast beef a la hora de almorzar, con su inevitable té de las cinco, con su periódico, con la retransmisión televisiva de sus equipos de fútbol y con su irremediable campo de golf. Esto es así porque a los británicos les gusta visitar otros países – por muy exóticos que sean - a condición siempre de encontrarse como en su casa.

      Los alemanes son otra cosa. Más que encontrarse en su casa siempre tratan de hallar las diferencias que hay entre el lugar que visitan y el perfecto orden del pueblo o la ciudad de donde proceden. Les gusta comparar. No sé si para reafirmarse en su supuesta condición de individuos más civilizados que nadie o por una cuestión de nostalgia, pero el caso es que lo comparan todo: el tamaño de las salchichas, el color de la cerveza, el diseño de los automóviles, los horarios... Los alemanes son metódicos, tan vagos como nosotros pero, eso sí, más metódicos, por eso tienen esa afición tan constante por sorprenderse – e incluso irritarse – por los caóticos horarios con los que los españoles nos manejamos. Esto del horario les preocupa mucho. En las paradas de autobús, por ejemplo, casi siempre es un alemán el que primero comienza a lamentarse por la tardanza del transporte público o por la indolencia con la que chofer apura el pitillo hasta el último momento sin abrir las puertas, sin expender el billete o sin dar una explicación lo suficientemente convincente de los horarios establecidos. La aspiración de un alemán no consiste en gobernarse, sino en que lo gobiernen el máximo posible – todo lo contrario de los españoles, por ejemplo -, por eso, el alemán, es tan partidario de los letreros donde les indican el horario de apertura y de cierre de la piscina de su urbanización, las barreras para acceder a los aparcamientos, las horas en que los niños pueden jugar al fútbol o la dirección por las que se accede al campanario de la iglesia... Los alemanes no entienden nuestras costumbres, pero esto tampoco les preocupa demasiado ya que lo que ellos vinnen buscando es la luz, la certeza de la luz, o sea, aquello que les han vendido: días de sol. Por eso las escasas veces que en nuestro país llueve durante dos días seguidos, los alemanes, refugiados en los bares, te miran extrañados, atónitos, demandándote, de inmediato, una explicación por lo que ellos consideran una inexplicable anomalía en el clima pactado. 

Julio Camba escribió en uno de sus brillantes artículos que los alemanes tienen como características principales, “la pesadez, la lentitud, la gravedad, la fuerza y una gran afición a la danza”. No he tenido la fortuna de ver a ningún teutón bailando – el espectáculo debe resultar escalofriante – pero la mayoría de los germanos que visitan estos parajes tiende a expresarse gravemente incluso cuando saludan. No es que se esfuercen mucho por hacerlo, sino que cuando no les queda más remedio, suelen pronunciar las palabras con la gravedad propia de quién recita las últimas voluntades de un difunto. Muchos de estos alemanes ocupan la mayor parte de su tiempo discutiendo con el hombre de mantenimiento de sus urbanizaciones por asuntos casi siempre de una lógica rutinaria, práctica, aplastante: cuestiones como la hora en la que el jardinero riega las plantas, la simetría de la pintura con la que se señaliza el aparcamiento, el entoldado de las terrazas, la poda de las palmeras, la limpieza de las alcantarillas... En realidad, más que discutir, matizan, demuestran, puntualizan... Todo aquello que no les entra en la cabeza, lo que no está perfectamente ordenado, medido, comprobado, les produce una inquietud similar a la que un británico sentiría si descubriera, de pronto, que la cocinera de turno no ha dispuesto para la cena ninguna legumbre cocida, ningún puré de patatas y ninguna clase de pudding; ni de guisantes, ni de pasas y ni siquiera el tradicional pudding de bistec y riñones.

Me parece que los alemanes carecen de capacidad para comprender las cosas fáciles. Según tengo comprobado, para que puedan entender las cosas hay que complicárselas mucho. Entonces, con una lentitud de oruga desanimada, el alemán carraspea, se rasca la cabeza, se ajusta las gafas a la nariz, estudia la cuestión minuciosamente y de pronto, sonriendo como un animal que estuviera a punto de devorar a su presa, termina comprendiendo. Lo británicos, por el contrario, no se molestan en comprender las cosas, simplemente las aceptan, se resignan a ellas; las disfruten o las padezcan no se toman la molestia de comprenderlas sino que las admiten; casi siempre con la frialdad que les caracteriza; limitándose, como mucho, a realizar algún comentario distante, casual, levemente sarcástico o levemente escéptico. Esta resignación, y las pésimas costumbres culinarias que han heredado, son, a mi juicio, los principales motivos por los que a lo largo de su existencia habitúan a mantenerse tan delgados.

Gordos y colorados, los alemanes casi siempre parecen satisfechos de sí mismos.
Esto es algo que los británicos jamás consiguen.
Ni hartos de ginebra.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Envejecer


   
En el camino hacia la vejez hay unas cuantas etapas claves que corresponden a los momentos en los que uno, sin querer, se da cuenta que se está haciendo viejo. Sin remedio. En los hombres la primera conciencia del paso del tiempo se produce alrededor de los cuarenta años. Un día, de pronto, viendo un partido de fútbol cualquiera a través de la televisión, caes en la cuenta que los futbolistas que corren sobre la hierba no son más que unos chavales. Hasta ese momento en tu memoria visual aún permanecía intacta la imagen de unos señores mayores que veías en los cromos que coleccionabas cuando eras niño. De repente esa imagen se hace añicos: aquellos admirados futbolistas que parecían tan mayores, tan remotos, en realidad no son más que unos críos a los que tú, cuarentón con barriga, entradas en el pelo y ahíto de cervezas, patatas fritas y pizza recalentada, doblas en edad. Este es el primer aviso. Luego con el imparable transcurrir de los años, te sorprendes diciendo y haciendo lo que decían y hacían tus padres, o sea, detestando las canciones que escuchas a través de la radio, menospreciando a los nuevos actores, a los nuevos músicos, a los nuevos escritores o a los nuevos pintores que tratan de hacerse un hueco en el complicado mercado del arte y haciendo saber a tus amigos que todo aquello que te molesta – una feroz minifalda apenas vislumbrada en la calle, por ejemplo, una motocicleta con el tubo de escape trucado o una ruidosa y multitudinaria manifestación callejera – debería de estar terminantemente prohibido. Esa es otra señal inequívoca de que el tiempo no se ha detenido y de que así, golpe a golpe y verso a verso, como decía el poeta, sin prisa pero sin pausa, estás logrando alcanzar, no sin esfuerzo, la edad de tus abuelos.

            Hay otras señales, más sutiles, menos contundentes – la pérdida del coraje, por ejemplo, la repentina cobardía del corazón, la larguísima duración de las resacas, el habitual dolor de espalda con que te despiertas todas las mañanas, etcétera, etcétera - pero todas estas señales no hacen sino recordarte que en este disparatado mundo no hay más certeza que la huída del tiempo. Esa es la auténtica maldición biblíca. No el trabajo, sino la huída del tiempo, ya que entre otras cosas, el trabajo, actualmente, más que una maldición es, sin lugar a dudas, uno de los dones más preciados con que te pueden bendecir los dioses.

          La vida la puedes dedicar a acumular fortuna utilizando a los demás como un medio no como un fin – ya que esta es, practicamente, la única manera de hacerse rico - o a perseguir cualquier otra forma de inmortalidad, ya sea escribiendo libros, plantando árboles, procreando hijos o haciéndote todas las operaciones de cirugía estética que consideres necesarias para mantener un aspecto saludable hasta el mismo día de tu muerte, pero hagas lo que hagas, la vida siempre transcurrirá a una velocidad de vértigo. Siempre. Lo mismo da que lo aceptes con resignación cristiana o que te disfraces de Peter Pan tratando de disimular las arrugas, el cansancio y la barriga porque un día cualquiera, cuando menos lo esperes, te sorprenderás, de pronto, desconociendo los rostros de los futbolistas que conforman la alineación de tu equipo de futbol; diciendo y haciendo lo que decían y hacian tus padres, o sea, detestando las canciones que escuchas a través de la radio, menospreciando a los nuevos actores, músicos, escritores o pintores que tratan de emerger en el complicado mundo del arte y comentando a tus amigos – si es que todavía los tienes – que determinado espéctaculo callejero debería de estar terminantemente prohibido. No entender por qué muchos de nuestros jóvenes acamparon, hace ya dos años, durante unas cuantas semanas en las plazas de nuestros pueblos y nuestras ciudades para reflexionar acerca de la sociedad que les ha tocado en suerte, reclamar una democracia real y mostrarnos su indignación con los politicos, los banqueros, la televisión, la Iglesia, los gurús tecnológicos, los contratos basura, la basura de los contratos, la especulación inmobiliaria, el deterioro del medio ambiente, las cifras macroeconómicas, los paraísos fiscales, la corrupcción institucionalizada, las privatizaciones encubiertas, los recortes de las prestaciones sociales, los medios de comunicación controlados por el poder financiero, el discurso estúpido de una realidad estúpida y carente de sentido y el frustrante desempleo como único horizonte vital, también es, a mi juicio, otra señal inequívoca de que uno, golpe a golpe y verso a verso, como decía el poeta, sin prisa pero sin pausa, se ha hecho viejo; aunque, en este caso, no solo de cuerpo sino también de espiritu.

martes, 14 de mayo de 2013

Burócratas


La gente que en España quiere liquidar el Estado del bienestar vive a cuenta del Estado, tal vez porque España es un país de individualistas retribuidos por el Estado. Este es el carácter nacional. Lo mismo da que residas en la cuenca baja del Segura, en las tierras cántabras, en las laderas del sistema penibético o en las islas adyacentes porque lo que realmente define el carácter de un español es su capacidad para vivir a cuenta del Estado. Cierto que también tenemos otras características que nos distinguen del resto de los habitantes de este planeta – la manía de hablar a gritos, por ejemplo, - pero honradamente creo que aquello que mejor nos define es esta legendaria y sempiterna aspiración nacional por lograr que alguien de la familia se haga un hueco, como sea, dentro de la administración pública. Todo lo demás siempre nos ha parecido que son chorradas, o lo que es lo mismo intentos vanos de procurarse una vida, porque solo dentro de la red administrativa del Estado se garantiza la supervivencia de los individuos – o sea, de los funcionarios - mediante los sueldos, las dietas, los extras, las subvenciones, las gratificaciones, las bonificaciones, las pensiones, los retiros, las excedencias, los gastos de representación, etcétera, etcétera...

La burocracia en España ha aumentado considerablemente durante las últimas décadas, pero no se puede decir que haya mejorado en ningún sentido, tal vez porque el estado de las autonomías ha propiciado el gigantesco desarrollo de una institución donde predomina el enchufismo, la ineptitud, la dejadez y la resolución de los asuntos atendiendo a las tres categorías que el escritor ampurdanés Josep Pla estableciera: a) asuntos por resolver, b) asuntos que el tiempo resolverá y c) asuntos que el tiempo ya ha resuelto. 

La mayoría de las personas que hablan de reducir las prestaciones sociales, todos aquellos que diariamente se llenan la boca con la necesidad de liberalizar el mercado del trabajo, de limitar las asistencias de la sanidad pública, de restringir los derechos de los inmigrantes o de ampliar el tiempo cotizado para percibir las pensiones, reciben un salario por pertenecer a alguna de las numerosísimas administraciones públicas que coexisten dentro de nuestro insolidario estado de las autonomías: políticos, periodistas, técnicos, sacerdotes, secretarios, subsecretarios, todos, absolutamente todos tienen una opinión de cómo se debe organizar el Estado, aunque, curiosamente, todos viven a cuenta del Estado. España ha sido siempre así. O sea un disparate. O lo que es lo mismo un Estado descomunalmente burocrático donde la mayoría de los hombres y las mujeres han aspirado, siempre, a vivir de la riqueza nacional que el Estado distribuye entre los burócratas tras recaudar los tributos de los agricultores, los albañiles, los profesionales, las costureras, los empresarios o los pobres periodistas independientes que, sin tener demasiado conocimiento de nada ni de nadie, dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo a relatar obviedades como esta.

martes, 7 de mayo de 2013

Estética




Todo es vender. Hagas lo que hagas, todo consiste en que alguien compre tu producto. Durante la primavera, en las semanas que anteceden al verano, el producto, al parecer, es la felicidad; o sea, la satisfacción con tu propio cuerpo, tus manías, tu estilo de vida o el minúsculo salario con el que te paseas por el mundo. Siempre ocurre por estas fechas, cuando los días se alargan, el viento huele a salitre, las lluvias son menos ásperas y los asalariados vislumbramos las vacaciones como si de un oasis se tratara. Todos los años es igual. Los periódicos, de repente, comienzan a publicar suplementos dedicados a la belleza. Suplementos donde se nos revelan todas las estratagemas posibles para alcanzar la felicidad siendo más cuerdos, más sanos, más guapos y más positivos. Las numerosísimas páginas aparecen, de pronto, plagadas de entrevistas con psicólogos – no necesariamente argentinos -, dietas para poner el cuerpo a punto, publicidad de tratamientos estéticos, maquillajes que proporcionan misterio, liposucciones que eliminan las grasas, rinoplastias que consiguen el perfil adecuado, etcétera… Todo con el propósito – casi, casi la obligación - de llegar al verano siendo, además de insoportablemente felices, altos, guapos, jóvenes, delgados, casi, casi relucientes y, por supuesto, tanto o más optimistas que un independentista quebecois tras haber perdido la rehostia de referéndums.

    La felicidad en papel couche al alcance de la mano. El bienestar del cuerpo y de la mente servido en pequeñas dosis por psicoterapeutas, cirujanos, escritores de libros de auto ayuda y la poderosísima industria farmacéutica. Esto es lo que se nos trata de vender. Eso sí, lujosamente empaquetado y perfectamente disfrazado como periodismo.



  Todo esto está muy bien. Distrae mucho. Además los suplementos suelen estar ilustrados con espléndidas fotografías de langostinos aderezados con soufflé liofilizado de frambuesas, mujeres prodigiosas, hombres proporcionados, delicados animales domésticos y playas limpias de plásticos, colillas, preservativos usados, botellines de cerveza y demás mierdas, pero, no sé, me parece que hay que tener el ánimo muy templado como para ser optimista viviendo en un país donde para ascender a la milagrosa condición de trabajador mileurista tienes que pertenecer a alguna secta ya sea política, religiosa o turbiamente económica. En fin, puede que sean cosas mías, pero, no sé, me parece que en lugar de tanta corrección de arrugas con sustancias de relleno, tanta dieta adelgazante, tanta infusión de hierbas tibetanas y tanta crema hipoalergénica que acelera el proceso de combustión de calorías, todos seríamos más cuerdos, más sanos, más guapos y bastante más felices si en las tierras vascas y no vascas se hablara menos, se escuchara más, se mintiera lo justo, se limitaran los desmanes cometidos por los dirigentes y los constructores, no se celebraran tanto la vulgaridad, la estupidez y la hipocresía como normas de convivencia y ya puestos a pedir lo imposible, los españolitos de a pie cobráramos de acuerdo con nuestra capacidad, no en función de nuestro afecto por el partido gobernante, por nuestra fidelidad a los diversos regímenes nacionalistas que asolan el país o por las aportaciones realizadas a la "fantástica" contabilidad llevada a cabo por los "magníficos" contables del PP.