El
mundo ha ido perdiendo poco a poco su variedad y hoy podríamos decir
que por obra y gracia de la televisión, el cine, las aspirinas, los
aviones, la coca-cola, las hamburguesas con doble de queso y los
marines, todos los ciudadanos de este planeta nos comportamos, más o
menos, de la misma manera. Una de las primeras cosas que percibes
viajando por este sorprendente planeta es que en todos los mercados
venden las mismas latas de refrescos, las mismas gorras de baseball y
los mismos pantalones vaqueros. No es que esto me importe demasiado,
pero lo cierto es que el libre comercio, el inmenso poder de las
multinacionales y el turismo, o sea, el masivo traslado de individuos
de terminal de aeropuerto en terminal de aeropuerto, no sólo ha
limitado este intercambio de productos comerciales sino que también
está terminando – no sé si para bien o para mal, que esto siempre
es relativo - con las peculiaridades sicológicas que antes
diferenciaban a las razas, los pueblos, las comarcas y los
continentes. El mundo se ha globalizado tanto que dudo mucho que las
sociedades actuales contengan diferencias notorias unas de otras. Los
países cada vez se parecen más. Los individuos tienen las mismas o
parecidas costumbres y los medios de comunicación informan en todas
partes de las mismas chorradas, las mismas catástrofes y los mismos
cotilleos. Con todo esto, cada vez me parece más difícil distinguir
a unas sociedades de otras del modo simplista que antes calificaba a
los franceses, por ejemplo, de avarientos, a los italianos de
histriónicos, a los ingleses de borrachos, a los alemanes de cabezas
cuadradas, a los estadounidenses de ingenuos y a los españoles de
jodidamente envidiosos. Aún así, todavía hay sutiles diferencias
que pueden apreciarse si uno, además de disponer del tiempo
suficiente, se toma la molestia de observar el comportamiento de los
distintos individuos que deambulan por este planeta atendiendo a una
cuestión, tan arbitraria y tan caprichosa, como es el lugar
procedencia; o dicho de otra manera, a pesar del pensamiento único
todavía hay una marca de nacimiento que condiciona nuestro carácter,
algunos de nuestros hábitos, bastante de nuestras nostalgias y parte
de nuestra conducta.
En
cualquier lugar de este desquiciado planeta un español, por ejemplo,
es inmediatamente reconocido por el elevado volumen de su voz.
También por esa tendencia natural que tenemos para hablar de
nosotros mismos concediéndonos demasiada importancia, discutir de
fútbol en los bares como si la vida nos fuera en ello o utilizar
expresiones malsonantes cada vez que tratamos de recalcar nuestras
convicciones más profundas – en el supuesto, claro está, de que
todavía las tengamos -, pero con todo, considero, que aquello que
verdaderamente nos caracteriza es nuestro elevado volumen de voz. En
verano, por ejemplo, esta cualidad se hace tan patente que resulta
del todo imposible pasearse por cualquier orilla sin escuchar los
alaridos de los niños que chapotean en el agua, las recriminaciones
de las madres que los maleducan y las interjecciones groseras de los
adolescentes que no saben como liberar tanta energía, tanto
derroche, tanta líbido... Los extranjeros, por el contrario, suelen
permanecer tumbados sobre la arena como mármoles castrados– sobre
todo cuando no están bebidos – y se comportan como si la toda
lluvia que han soportado durante el largo y tedioso invierno les
hubiera proporcionado una ronquera definitiva.
En
nuestro disparatado país hay extranjeros de todas las latitudes,
pero los que más abundan son los alemanes y los británicos – si
exceptuamos a todos aquellos que han acudido a nuestro país en
calidad de trabajadores que no de turistas. Los primeros, los
alemanes, acostumbran
a pasar desapercibidos, pendientes tan solo del cuidado de sus
chalets, de la cerveza importada que compran en los supermercados y
de la meticulosa limpieza de sus Mercedes, sus Audis o sus Wolsvagen.
Los británicos, por el contrario, suelen mostrarse bastante más
sociables. Para explicar esta diferencia convendría recordar que el
turismo, como todo el mundo sabe, fue inventado en Inglaterra. En el
curso del siglo dieciocho, a los estudiantes ingleses de buena
familia que tenían alguna posibilidad de hacer una carrera, los
mandaban a hacer un viaje por el continente europeo que duraba uno o
dos años. El viaje se hacía para aumentar la educación del
muchacho y también para eliminar su rusticidad comarcal y nacional.
A partir de entonces ningún país puede considerarse como lugar de
turismo mientras no acudan a él los turistas británicos. Esto es
algo que los italianos, por ejemplo, aprendieron hace ya muchos,
muchos años y que a nosotros nunca nos ha interesado demasiado. No
sé bien por qué pero las cosas son como son no como las muestra el
ministerio de información y turismo, si es que todavía existe. De
todas maneras durante una época - no muy lejana, por cierto - en
España, la gente de pueblo, con la habitual percepción de quienes
todavía no han perdido el contacto con la naturaleza, llamaba
ingleses a todos los extranjeros que tenían la ocurrencia de
alojarse durante una temporada en alguna de las pensiones, casas u
hostales de la sierra granadina, el litoral mediterráneo o los
pueblos encalados de la Andalucía más profunda.
No
es que los británicos se caractericen por derrochar simpatía, sino
que una vez que consiguen abandonar su tradicional actitud de
individuos rígidos, distantes y reprimidos – casi siempre mediante
la ingesta de alcohol – por educación, siempre hacen el esfuerzo
de pronunciar unas cuantas palabras en el idioma de los camareros que
tan descuidadamente les atienden – “gracias, señor; cerveza
grande, sí; mucho bueno; adiós luego hasta...”. De todas maneras,
los ingleses, en los bares – cuando no están bebidos – adoptan
generalmente una actitud estática, indiferente, casi despectiva,
como si la fiesta no fuera con ellos. La mayoría de los que pululan
por estos parajes acostumbran a beber solos, casi siempre al
atardecer, después de haber pasado la tarde tostándose al sol como
lagartijas. No parecen haber desarrollado el sentido gregario de los
alemanes, que gustan de beber de un modo patriótico, sino que en su
individualismo - tan característicamente insular, por otra parte –
se sientan solos en cualquier mesa, encienden un cigarrillo,
despliegan el “Daily Mirror” o el “Herald Tribune” del día
anterior y beben el primer vaso de cerveza a tragos largos, ansiosos,
pronunciados... Más tarde, tras degustar alguna ración de
ensaladilla rusa y un par de huevos fritos con patatas, o en su
defecto alguna infame fritura de pescado, cambian la cerveza por el
whisky escocés – nunca irlandés – y dudan entre entablar
conversación con el camarero o terminar el crucigrama del periódico.
Conozco a un individuo, procedente de la ciudad de Manchester, que
acostumbra a desarrollar este ritual vestido con una camiseta del
Real Madrid. La que más utiliza es la que tiene el nombre de
Cristiano Ronaldo inscrito en la espalda, pero también le he visto
con la de Xabi Alonso y la del legendario Raul... Imagino que esta es
la más manera más barata que el buen hombre ha encontrado para
tratar de integrarse en las bárbaras costumbres de este bárbaro
país. Dejando al margen esta anécdota, me parece que la llegada de turistas
británicos a nuestro país depende de una cosa – bueno, de más de
una, sobre todo si tenemos en cuenta nuestras carencias idiomáticas - pero
fundamentalmente de que se encuentre en España como en las islas
británicas (a no ser, claro, que sea uno de esos hooligan descerebrados que se dedica al turismo alcohólico); es decir, que disponga de un servicio hostelero que le
hable en inglés, con un buen roast beef a la hora de almorzar, con
su inevitable té de las cinco, con su periódico, con la
retransmisión televisiva de sus equipos de fútbol y con su
irremediable campo de golf. Esto es así porque a los británicos les
gusta visitar otros países – por muy exóticos que sean - a
condición siempre de encontrarse como en su casa.
Los alemanes son otra cosa. Más
que encontrarse en su casa siempre tratan de hallar las diferencias
que hay entre el lugar que visitan y el perfecto orden del pueblo o
la ciudad de donde proceden. Les gusta comparar. No sé si para
reafirmarse en su supuesta condición de individuos más civilizados
que nadie o por una cuestión de nostalgia, pero el caso es que lo
comparan todo: el tamaño de las salchichas, el color de la cerveza,
el diseño de los automóviles, los horarios... Los alemanes son metódicos, tan vagos como nosotros pero, eso sí, más metódicos, por eso tienen esa afición tan constante
por sorprenderse – e incluso irritarse – por los caóticos
horarios con los que los españoles nos manejamos. Esto del horario
les preocupa mucho. En las paradas de autobús, por ejemplo, casi
siempre es un alemán el que primero comienza a lamentarse por la
tardanza del transporte público o por la indolencia con la que
chofer apura el pitillo hasta el último momento sin abrir las
puertas, sin expender el billete o sin dar una explicación lo
suficientemente convincente de los horarios establecidos. La
aspiración de un alemán no consiste en gobernarse, sino en que lo
gobiernen el máximo posible – todo lo contrario de los españoles,
por ejemplo -, por eso, el alemán, es tan partidario de los letreros
donde les indican el horario de apertura y de cierre de la piscina de
su urbanización, las barreras para acceder a los aparcamientos, las
horas en que los niños pueden jugar al fútbol o la dirección por
las que se accede al campanario de la iglesia... Los alemanes no
entienden nuestras costumbres, pero esto tampoco les preocupa
demasiado ya que lo que ellos vinnen buscando es la luz, la certeza
de la luz, o sea, aquello que les han vendido: días de sol. Por eso
las escasas veces que en nuestro país llueve durante dos días
seguidos, los alemanes, refugiados en los bares, te miran extrañados,
atónitos, demandándote, de inmediato, una explicación por lo que
ellos consideran una inexplicable anomalía en el clima pactado.
Julio Camba escribió en uno de sus brillantes artículos que los
alemanes tienen como características principales, “la pesadez, la
lentitud, la gravedad, la fuerza y una gran afición a la danza”.
No he tenido la fortuna de ver a ningún teutón bailando – el
espectáculo debe resultar escalofriante – pero la mayoría de los
germanos que visitan estos parajes tiende a expresarse gravemente
incluso cuando saludan. No es que se esfuercen mucho por hacerlo,
sino que cuando no les queda más remedio, suelen pronunciar las
palabras con la gravedad propia de quién recita las últimas
voluntades de un difunto. Muchos de estos alemanes ocupan la mayor
parte de su tiempo discutiendo con el hombre de mantenimiento de sus
urbanizaciones por asuntos casi siempre de una lógica rutinaria,
práctica, aplastante: cuestiones como la hora en la que el jardinero
riega las plantas, la simetría de la pintura con la que se señaliza
el aparcamiento, el entoldado de las terrazas, la poda de las
palmeras, la limpieza de las alcantarillas... En realidad, más que
discutir, matizan, demuestran, puntualizan... Todo aquello que no les
entra en la cabeza, lo que no está perfectamente ordenado, medido,
comprobado, les produce una inquietud similar a la que un británico
sentiría si descubriera, de pronto, que la cocinera de turno no ha
dispuesto para la cena ninguna legumbre cocida, ningún puré de
patatas y ninguna clase de pudding; ni de guisantes, ni de pasas y ni
siquiera el tradicional pudding de bistec y riñones.
Me parece que los alemanes
carecen de capacidad para comprender las cosas fáciles. Según tengo
comprobado, para que puedan entender las cosas hay que complicárselas
mucho. Entonces, con una lentitud de oruga desanimada, el alemán
carraspea, se rasca la cabeza, se ajusta las gafas a la nariz,
estudia la cuestión minuciosamente y de pronto, sonriendo como un
animal que estuviera a punto de devorar a su presa, termina
comprendiendo. Lo británicos, por el contrario, no se molestan en
comprender las cosas, simplemente las aceptan, se resignan a ellas;
las disfruten o las padezcan no se toman la molestia de comprenderlas
sino que las admiten; casi siempre con la frialdad que les
caracteriza; limitándose, como mucho, a realizar algún comentario
distante, casual, levemente sarcástico o levemente escéptico. Esta
resignación, y las pésimas costumbres culinarias que han heredado,
son, a mi juicio, los principales motivos por los que a lo largo de
su existencia habitúan a mantenerse tan delgados.
Gordos y colorados, los alemanes
casi siempre parecen satisfechos de sí mismos.
Esto es algo que los británicos
jamás consiguen.
Ni hartos de ginebra.
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