viernes, 24 de mayo de 2013

Turistas



El mundo ha ido perdiendo poco a poco su variedad y hoy podríamos decir que por obra y gracia de la televisión, el cine, las aspirinas, los aviones, la coca-cola, las hamburguesas con doble de queso y los marines, todos los ciudadanos de este planeta nos comportamos, más o menos, de la misma manera. Una de las primeras cosas que percibes viajando por este sorprendente planeta es que en todos los mercados venden las mismas latas de refrescos, las mismas gorras de baseball y los mismos pantalones vaqueros. No es que esto me importe demasiado, pero lo cierto es que el libre comercio, el inmenso poder de las multinacionales y el turismo, o sea, el masivo traslado de individuos de terminal de aeropuerto en terminal de aeropuerto, no sólo ha limitado este intercambio de productos comerciales sino que también está terminando – no sé si para bien o para mal, que esto siempre es relativo - con las peculiaridades sicológicas que antes diferenciaban a las razas, los pueblos, las comarcas y los continentes. El mundo se ha globalizado tanto que dudo mucho que las sociedades actuales contengan diferencias notorias unas de otras. Los países cada vez se parecen más. Los individuos tienen las mismas o parecidas costumbres y los medios de comunicación informan en todas partes de las mismas chorradas, las mismas catástrofes y los mismos cotilleos. Con todo esto, cada vez me parece más difícil distinguir a unas sociedades de otras del modo simplista que antes calificaba a los franceses, por ejemplo, de avarientos, a los italianos de histriónicos, a los ingleses de borrachos, a los alemanes de cabezas cuadradas, a los estadounidenses de ingenuos y a los españoles de jodidamente envidiosos. Aún así, todavía hay sutiles diferencias que pueden apreciarse si uno, además de disponer del tiempo suficiente, se toma la molestia de observar el comportamiento de los distintos individuos que deambulan por este planeta atendiendo a una cuestión, tan arbitraria y tan caprichosa, como es el lugar procedencia; o dicho de otra manera, a pesar del pensamiento único todavía hay una marca de nacimiento que condiciona nuestro carácter, algunos de nuestros hábitos, bastante de nuestras nostalgias y parte de nuestra conducta.

En cualquier lugar de este desquiciado planeta un español, por ejemplo, es inmediatamente reconocido por el elevado volumen de su voz. También por esa tendencia natural que tenemos para hablar de nosotros mismos concediéndonos demasiada importancia, discutir de fútbol en los bares como si la vida nos fuera en ello o utilizar expresiones malsonantes cada vez que tratamos de recalcar nuestras convicciones más profundas – en el supuesto, claro está, de que todavía las tengamos -, pero con todo, considero, que aquello que verdaderamente nos caracteriza es nuestro elevado volumen de voz. En verano, por ejemplo, esta cualidad se hace tan patente que resulta del todo imposible pasearse por cualquier orilla sin escuchar los alaridos de los niños que chapotean en el agua, las recriminaciones de las madres que los maleducan y las interjecciones groseras de los adolescentes que no saben como liberar tanta energía, tanto derroche, tanta líbido... Los extranjeros, por el contrario, suelen permanecer tumbados sobre la arena como mármoles castrados– sobre todo cuando no están bebidos – y se comportan como si la toda lluvia que han soportado durante el largo y tedioso invierno les hubiera proporcionado una ronquera definitiva.

En nuestro disparatado país hay extranjeros de todas las latitudes, pero los que más abundan son los alemanes y los británicos – si exceptuamos a todos aquellos que han acudido a nuestro país en calidad de trabajadores que no de turistas. Los primeros, los alemanes, acostumbran a pasar desapercibidos, pendientes tan solo del cuidado de sus chalets, de la cerveza importada que compran en los supermercados y de la meticulosa limpieza de sus Mercedes, sus Audis o sus Wolsvagen. Los británicos, por el contrario, suelen mostrarse bastante más sociables. Para explicar esta diferencia convendría recordar que el turismo, como todo el mundo sabe, fue inventado en Inglaterra. En el curso del siglo dieciocho, a los estudiantes ingleses de buena familia que tenían alguna posibilidad de hacer una carrera, los mandaban a hacer un viaje por el continente europeo que duraba uno o dos años. El viaje se hacía para aumentar la educación del muchacho y también para eliminar su rusticidad comarcal y nacional. A partir de entonces ningún país puede considerarse como lugar de turismo mientras no acudan a él los turistas británicos. Esto es algo que los italianos, por ejemplo, aprendieron hace ya muchos, muchos años y que a nosotros nunca nos ha interesado demasiado. No sé bien por qué pero las cosas son como son no como las muestra el ministerio de información y turismo, si es que todavía existe. De todas maneras durante una época - no muy lejana, por cierto - en España, la gente de pueblo, con la habitual percepción de quienes todavía no han perdido el contacto con la naturaleza, llamaba ingleses a todos los extranjeros que tenían la ocurrencia de alojarse durante una temporada en alguna de las pensiones, casas u hostales de la sierra granadina, el litoral mediterráneo o los pueblos encalados de la Andalucía más profunda.

No es que los británicos se caractericen por derrochar simpatía, sino que una vez que consiguen abandonar su tradicional actitud de individuos rígidos, distantes y reprimidos – casi siempre mediante la ingesta de alcohol – por educación, siempre hacen el esfuerzo de pronunciar unas cuantas palabras en el idioma de los camareros que tan descuidadamente les atienden – “gracias, señor; cerveza grande, sí; mucho bueno; adiós luego hasta...”. De todas maneras, los ingleses, en los bares – cuando no están bebidos – adoptan generalmente una actitud estática, indiferente, casi despectiva, como si la fiesta no fuera con ellos. La mayoría de los que pululan por estos parajes acostumbran a beber solos, casi siempre al atardecer, después de haber pasado la tarde tostándose al sol como lagartijas. No parecen haber desarrollado el sentido gregario de los alemanes, que gustan de beber de un modo patriótico, sino que en su individualismo - tan característicamente insular, por otra parte – se sientan solos en cualquier mesa, encienden un cigarrillo, despliegan el “Daily Mirror” o el “Herald Tribune” del día anterior y beben el primer vaso de cerveza a tragos largos, ansiosos, pronunciados... Más tarde, tras degustar alguna ración de ensaladilla rusa y un par de huevos fritos con patatas, o en su defecto alguna infame fritura de pescado, cambian la cerveza por el whisky escocés – nunca irlandés – y dudan entre entablar conversación con el camarero o terminar el crucigrama del periódico. Conozco a un individuo, procedente de la ciudad de Manchester, que acostumbra a desarrollar este ritual vestido con una camiseta del Real Madrid. La que más utiliza es la que tiene el nombre de Cristiano Ronaldo inscrito en la espalda, pero también le he visto con la de Xabi Alonso y la del legendario Raul... Imagino que esta es la más manera más barata que el buen hombre ha encontrado para tratar de integrarse en las bárbaras costumbres de este bárbaro país. Dejando al margen esta anécdota, me parece que la llegada de turistas británicos a nuestro país depende de una cosa – bueno, de más de una, sobre todo si tenemos en cuenta nuestras carencias idiomáticas - pero fundamentalmente de que se encuentre en España como en las islas británicas (a no ser, claro, que sea uno de esos hooligan descerebrados que se dedica al turismo alcohólico); es decir, que disponga de un servicio hostelero que le hable en inglés, con un buen roast beef a la hora de almorzar, con su inevitable té de las cinco, con su periódico, con la retransmisión televisiva de sus equipos de fútbol y con su irremediable campo de golf. Esto es así porque a los británicos les gusta visitar otros países – por muy exóticos que sean - a condición siempre de encontrarse como en su casa.

      Los alemanes son otra cosa. Más que encontrarse en su casa siempre tratan de hallar las diferencias que hay entre el lugar que visitan y el perfecto orden del pueblo o la ciudad de donde proceden. Les gusta comparar. No sé si para reafirmarse en su supuesta condición de individuos más civilizados que nadie o por una cuestión de nostalgia, pero el caso es que lo comparan todo: el tamaño de las salchichas, el color de la cerveza, el diseño de los automóviles, los horarios... Los alemanes son metódicos, tan vagos como nosotros pero, eso sí, más metódicos, por eso tienen esa afición tan constante por sorprenderse – e incluso irritarse – por los caóticos horarios con los que los españoles nos manejamos. Esto del horario les preocupa mucho. En las paradas de autobús, por ejemplo, casi siempre es un alemán el que primero comienza a lamentarse por la tardanza del transporte público o por la indolencia con la que chofer apura el pitillo hasta el último momento sin abrir las puertas, sin expender el billete o sin dar una explicación lo suficientemente convincente de los horarios establecidos. La aspiración de un alemán no consiste en gobernarse, sino en que lo gobiernen el máximo posible – todo lo contrario de los españoles, por ejemplo -, por eso, el alemán, es tan partidario de los letreros donde les indican el horario de apertura y de cierre de la piscina de su urbanización, las barreras para acceder a los aparcamientos, las horas en que los niños pueden jugar al fútbol o la dirección por las que se accede al campanario de la iglesia... Los alemanes no entienden nuestras costumbres, pero esto tampoco les preocupa demasiado ya que lo que ellos vinnen buscando es la luz, la certeza de la luz, o sea, aquello que les han vendido: días de sol. Por eso las escasas veces que en nuestro país llueve durante dos días seguidos, los alemanes, refugiados en los bares, te miran extrañados, atónitos, demandándote, de inmediato, una explicación por lo que ellos consideran una inexplicable anomalía en el clima pactado. 

Julio Camba escribió en uno de sus brillantes artículos que los alemanes tienen como características principales, “la pesadez, la lentitud, la gravedad, la fuerza y una gran afición a la danza”. No he tenido la fortuna de ver a ningún teutón bailando – el espectáculo debe resultar escalofriante – pero la mayoría de los germanos que visitan estos parajes tiende a expresarse gravemente incluso cuando saludan. No es que se esfuercen mucho por hacerlo, sino que cuando no les queda más remedio, suelen pronunciar las palabras con la gravedad propia de quién recita las últimas voluntades de un difunto. Muchos de estos alemanes ocupan la mayor parte de su tiempo discutiendo con el hombre de mantenimiento de sus urbanizaciones por asuntos casi siempre de una lógica rutinaria, práctica, aplastante: cuestiones como la hora en la que el jardinero riega las plantas, la simetría de la pintura con la que se señaliza el aparcamiento, el entoldado de las terrazas, la poda de las palmeras, la limpieza de las alcantarillas... En realidad, más que discutir, matizan, demuestran, puntualizan... Todo aquello que no les entra en la cabeza, lo que no está perfectamente ordenado, medido, comprobado, les produce una inquietud similar a la que un británico sentiría si descubriera, de pronto, que la cocinera de turno no ha dispuesto para la cena ninguna legumbre cocida, ningún puré de patatas y ninguna clase de pudding; ni de guisantes, ni de pasas y ni siquiera el tradicional pudding de bistec y riñones.

Me parece que los alemanes carecen de capacidad para comprender las cosas fáciles. Según tengo comprobado, para que puedan entender las cosas hay que complicárselas mucho. Entonces, con una lentitud de oruga desanimada, el alemán carraspea, se rasca la cabeza, se ajusta las gafas a la nariz, estudia la cuestión minuciosamente y de pronto, sonriendo como un animal que estuviera a punto de devorar a su presa, termina comprendiendo. Lo británicos, por el contrario, no se molestan en comprender las cosas, simplemente las aceptan, se resignan a ellas; las disfruten o las padezcan no se toman la molestia de comprenderlas sino que las admiten; casi siempre con la frialdad que les caracteriza; limitándose, como mucho, a realizar algún comentario distante, casual, levemente sarcástico o levemente escéptico. Esta resignación, y las pésimas costumbres culinarias que han heredado, son, a mi juicio, los principales motivos por los que a lo largo de su existencia habitúan a mantenerse tan delgados.

Gordos y colorados, los alemanes casi siempre parecen satisfechos de sí mismos.
Esto es algo que los británicos jamás consiguen.
Ni hartos de ginebra.

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