En
el camino hacia la vejez hay unas cuantas etapas claves que
corresponden a los momentos en los que uno, sin querer, se da cuenta
que se está haciendo viejo. Sin remedio. En los hombres la primera
conciencia del paso del tiempo se produce alrededor de los cuarenta
años. Un día, de pronto, viendo un partido de fútbol cualquiera a
través de la televisión, caes en la cuenta que los futbolistas que
corren sobre la hierba no son más que unos chavales. Hasta ese
momento en tu memoria visual aún permanecía intacta la imagen de
unos señores mayores que veías en los cromos que coleccionabas
cuando eras niño. De repente esa imagen se hace añicos: aquellos
admirados futbolistas que parecían tan mayores, tan remotos, en
realidad no son más que unos críos a los que tú, cuarentón con
barriga, entradas en el pelo y ahíto de cervezas, patatas fritas y
pizza recalentada, doblas en edad. Este es el primer aviso. Luego con
el imparable transcurrir de los años, te sorprendes diciendo y
haciendo lo que decían y hacían tus padres, o sea, detestando las
canciones que escuchas a través de la radio, menospreciando a los
nuevos actores, a los nuevos músicos, a los nuevos escritores o a
los nuevos pintores que tratan de hacerse un hueco en el complicado
mercado del arte y haciendo saber a tus amigos que todo aquello que
te molesta – una feroz minifalda apenas vislumbrada en la calle,
por ejemplo, una motocicleta con el tubo de escape trucado o una
ruidosa y multitudinaria manifestación callejera – debería de
estar terminantemente prohibido. Esa es otra señal inequívoca de
que el tiempo no se ha detenido y de que así, golpe a golpe y verso
a verso, como decía el poeta, sin prisa pero sin pausa, estás
logrando alcanzar, no sin esfuerzo, la edad de tus abuelos.
Hay
otras señales, más sutiles, menos contundentes – la pérdida del
coraje, por ejemplo, la repentina cobardía del corazón, la
larguísima duración de las resacas, el habitual dolor de espalda
con que te despiertas todas las mañanas, etcétera, etcétera - pero
todas estas señales no hacen sino recordarte que en este disparatado
mundo no hay más certeza que la huída del tiempo. Esa es la
auténtica maldición biblíca. No el trabajo, sino la huída del
tiempo, ya que entre otras cosas, el trabajo, actualmente, más que
una maldición es, sin lugar a dudas, uno de los dones más preciados
con que te pueden bendecir los dioses.
La
vida la puedes dedicar a acumular fortuna utilizando a los demás
como un medio no como un fin – ya que esta es, practicamente, la
única manera de hacerse rico - o a perseguir cualquier otra forma de
inmortalidad, ya sea escribiendo libros, plantando árboles,
procreando hijos o haciéndote todas las operaciones de cirugía
estética que consideres necesarias para mantener un aspecto
saludable hasta el mismo día de tu muerte, pero hagas lo que hagas,
la vida siempre transcurrirá a una velocidad de vértigo. Siempre.
Lo mismo da que lo aceptes con resignación cristiana o que te
disfraces de Peter Pan tratando de disimular las arrugas, el
cansancio y la barriga porque un día cualquiera, cuando menos lo
esperes, te sorprenderás, de pronto, desconociendo los rostros de
los futbolistas que conforman la alineación de tu equipo de futbol;
diciendo y haciendo lo que decían y hacian tus padres, o sea,
detestando las canciones que escuchas a través de la radio,
menospreciando a los nuevos actores, músicos, escritores o pintores
que tratan de emerger en el complicado mundo del arte y comentando a
tus amigos – si es que todavía los tienes – que determinado
espéctaculo callejero debería de estar terminantemente prohibido.
No entender por qué muchos de nuestros jóvenes acamparon, hace ya dos años, durante
unas cuantas semanas en las plazas de nuestros pueblos y nuestras
ciudades para reflexionar acerca de la sociedad que les ha tocado en
suerte, reclamar una democracia real y mostrarnos su indignación con
los politicos, los banqueros, la televisión, la Iglesia, los gurús
tecnológicos, los contratos basura, la basura de los contratos, la
especulación inmobiliaria, el deterioro del medio ambiente, las
cifras macroeconómicas, los paraísos fiscales, la corrupcción
institucionalizada, las privatizaciones encubiertas, los recortes de
las prestaciones sociales, los medios de comunicación controlados
por el poder financiero, el discurso estúpido de una realidad
estúpida y carente de sentido y el frustrante desempleo como único
horizonte vital, también es, a mi juicio, otra señal inequívoca de
que uno, golpe a golpe y verso a verso, como decía el poeta, sin
prisa pero sin pausa, se ha hecho viejo; aunque, en este caso, no
solo de cuerpo sino también de espiritu.
¿qué hay de malo en envejecer? ¿qué valor es la juventud?
ResponderEliminarSi dices que el espíritu envejece ¿tiene que ver eso con la edad? Tal vez tenga razón Mercedes López de Luzuriaga que tiene que ver con la pérdidad de ilusión ¿cómo podemos mantener nuestra capacidad de ilusionarnos? O ¿cuales son los obstáculos, los frenos de la ilusión?
Claro que esto nos remite a " ser un iluso" Hay quien te llama ilusa condescendientemente y se pone en un plano superior porque los ilusos no saben de la vida y de su dureza... ¿quién será realmente el iluso?
http://www.eldiariomontanes.es/20071209/television/envejecer-arrugarse-sino-perder-20071209.html
Supongo que envejeces de espíritu cuando ya no entiendes nada y además careces de curiosidad para tratar de entender el mundo que te rodea... Lo de la ilusión es siempre muy relativo ya que suelen ser muy pasajeras...El valor de la juventud suele ser la arrogancia, el coraje... Pero, bueno, igual nada de lo dicho es cierto...Gracias por tu aportación.
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