Todo
es vender. Hagas lo que hagas, todo consiste en que alguien compre tu
producto. Durante la primavera, en las semanas que anteceden al verano, el producto,
al parecer, es la felicidad; o sea, la satisfacción con tu propio
cuerpo, tus manías, tu estilo de vida o el minúsculo salario con el
que te paseas por el mundo. Siempre ocurre por estas fechas, cuando
los días se alargan, el viento huele a salitre, las lluvias son
menos ásperas y los asalariados vislumbramos las vacaciones como si
de un oasis se tratara. Todos los años es igual. Los periódicos, de
repente, comienzan a publicar suplementos dedicados a la belleza.
Suplementos donde se nos revelan todas las estratagemas posibles para
alcanzar la felicidad siendo más cuerdos, más sanos, más guapos y
más positivos. Las numerosísimas páginas aparecen, de pronto,
plagadas de entrevistas con psicólogos – no necesariamente
argentinos -, dietas para poner el cuerpo a punto, publicidad de
tratamientos estéticos, maquillajes que proporcionan misterio,
liposucciones que eliminan las grasas, rinoplastias que consiguen el
perfil adecuado, etcétera… Todo con el propósito – casi, casi
la obligación - de llegar al verano siendo, además de
insoportablemente felices, altos, guapos, jóvenes, delgados, casi,
casi relucientes y, por supuesto, tanto o más optimistas que un
independentista quebecois tras haber perdido la rehostia de
referéndums.
La felicidad
en papel couche al alcance de la mano. El bienestar del cuerpo y de
la mente servido en pequeñas dosis por psicoterapeutas, cirujanos,
escritores de libros de auto ayuda y la poderosísima industria
farmacéutica. Esto es lo que se nos trata de vender. Eso sí,
lujosamente empaquetado y perfectamente disfrazado como periodismo.
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