Siempre nos
habían dicho que el progreso indefinido nos traería la paz, el
bienestar general y la felicidad, pero con toda esta gente haciendo
cola para comprarse tabletas de última generación, votando a una
larguísima colección de políticos mentirosos, dándose de hostias
por entrar en una discoteca cualquiera para reventarse el hígado con
kalimotxos de garrafón y asistiendo en masa a los estrenos de
violentísimas películas, uno acaba mostrándose bastante escéptico
respecto a las teorías que nos decían que la felicidad de los
pueblos y de los hombres radicaba en el progreso indefinido. Nuestros
abuelos presenciaron inventos quizá mayores que los nuestros y nadie
los libró de la barbarie, el salvajismo, las dictaduras y el
aburrimiento. No es que uno no se haya dado cuenta que en un
automóvil cualquiera, en menos de cuatro horas, puede plantarse en
Cerezo de Arriba, sino que duda que este hecho pueda sustituir la
violencia, el desconcierto y la debilidad natural del hombre por el
optimismo que produce la velocidad; por la satisfacción que nos
proporcionan la inmediatez de las cosas y el desarrollo hasta el
infinito de todos los medios materiales.
Hemos
progresado. No sé cuanto, pero no me cabe ninguna duda de que hemos
progresado. Ahora, ya no hay escupideras en los rincones de las
casas, ni moscas, ni bañeras instaladas en el interior de las
cocinas. Ahora ya no hay infecciones que no se puedan remediar con
antibióticos, ni cucarachas que no se exterminen con un buen
insecticida. Pero aún así, con todo lo que esto tiene de mejora, no
me parece que haya mucha diferencia entre nuestra mentalidad y la de
nuestros antepasados.
El mundo de hoy
es un mundo dominado por las cosas. Esa es la diferencia sustancial.
Un mundo sometido por todo aquello que conforma el progreso material:
los coches, los frigoríficos, los aviones, los ordenadores, las
video consolas, los teléfonos... Es innegable que todos estos
objetos nos hacen la vida más llevadera, menos incómoda, además de
proporcionarnos numerosas ventajas con relación a nuestros
antecesores – incluso sutiles placeres –, pero las ilusiones
respecto a que este progreso material pudiera modificar de alguna
manera la naturaleza humana, sospecho que hace ya tiempo que se
desvanecieron. Como tantas otras cosas el progreso indefinido ha
terminado por desilusionar, no solo a las asociaciones ecologistas,
sino también a amplios sectores de la población menos
concienciados. Pero, en fin, tampoco está todo perdido. Supongo que
en muchos aspectos de la vida la eliminación de las ilusiones
resulta saludable y positiva ya que, como escribiera Josep Pla, “las
ilusiones hay que reservarlas para aliñar las pasiones del amor y
humanizar la ironía, para hablar con los amigos, para simplificar la
vida ...”
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