jueves, 4 de abril de 2013

Campaña electoral





De acuerdo con la frase del presidente Kennedy – aquella de “no pienses en lo que puede hacer tu país por ti sino en lo que tu puedes hacer por tu país” - yo no sé si hago mucho o poco por mi país pero lo cierto es que procuro que lo mucho o lo poco que haga tenga su origen en el undécimo mandamiento, es decir, no molestar o cuando menos no molestar demasiado. De este modo trato de no fumar en los ascensores, de no lanzar magníficos escupitajos en medio de la calle, de no hablar a gritos en los patios de vecindad, de no hurgarme las fosas nasales en público y de no desprenderme de la mierda que se me acumula en las uñas con una navaja oxidada mientras discuto apasionadamente de toros, de fútbol o de política displicentemente acodado sobre la barra de cualquier tugurio. El respeto a los demás me parece que es el último acto heroico en este tiempo indiferente de trapicheos, fútbol, mentiras y fervor nacionalista. La descomunal corrupción política, por ejemplo, se ha cimentado durante largo tiempo en esta falta de respeto y aunque es posible que algunos de nuestros políticos traten de hacer muchas cosas por nuestro país, me parece que su constante presencia en los medios de comunicación más que contribuir a la felicidad de nuestra sociedad consiga todo lo contrario; es decir, desoriente, fatigue, desconcierte, descomponga, aburra, canse...


Las radios, las televisiones y los periódicos, tanto digitales como impresos, se están convirtiendo de un tiempo a esta parte en el campo de batalla donde los profesionales de la política se disputan el poder. No es que esto pueda considerarse realmente una novedad. Pero lo cierto es que el espacio donde el resto de la sociedad trabaja, respira, habla, obedece, rellena quinielas, pierde el tiempo y hace ricos a los notarios se está quedando cada vez más reducido merced al gigantesco aparato propagandístico que los profesionales de la política han terminando desplegando de norte a sur y de oeste a este. La realidad, de esta manera, ha terminado convirtiéndose en una campaña electoral tan interminable que se diría que no hacemos más esfuerzo que pasarnos el día de colegio electoral en colegio electoral depositando en las urnas un voto tras otro.

La vida es una sucesión de actos mínimos; actos que de un modo u otro conforman la solidez de cualquier sociedad contemporánea: el albañil, por ejemplo, que coloca el ladrillo justo en el lugar preciso, el médico que diagnóstica tras un minucioso reconocimiento, el profesor que despierta la inteligente curiosidad de sus alumnos, el labrador que injerta el frutal meticulosamente, etcétera, etcétera... Prestar, de esta manera, los servicios más simples con absoluta honradez constituye la máxima categoría mental de un individuo consciente, respetuoso, desarrollado. Por eso, me parece que cualquier sociedad desarrollada ha de catalogarse más por el trabajo de sus fontaneros, por ejemplo, que por el incesante discurso de sus políticos. No sé si en este país, tras largos años de campañas electorales, democracia, virreinatos autonómicos y tertulias radiofónicas, hemos llegado a comprender esto.

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