De acuerdo con
la frase del presidente Kennedy – aquella de “no pienses en lo
que puede hacer tu país por ti sino en lo que tu puedes hacer por tu
país” - yo no sé si hago mucho o poco por mi país pero lo cierto
es que procuro que lo mucho o lo poco que haga tenga su origen en el
undécimo mandamiento, es decir, no molestar o cuando menos no
molestar demasiado. De este modo trato de no fumar en los ascensores,
de no lanzar magníficos escupitajos en medio de la calle, de no
hablar a gritos en los patios de vecindad, de no hurgarme las fosas
nasales en público y de no desprenderme de la mierda que se me
acumula en las uñas con una navaja oxidada mientras discuto
apasionadamente de toros, de fútbol o de política displicentemente
acodado sobre la barra de cualquier tugurio. El respeto a los demás
me parece que es el último acto heroico en este tiempo indiferente
de trapicheos, fútbol, mentiras y fervor nacionalista. La descomunal
corrupción política, por ejemplo, se ha cimentado durante largo
tiempo en esta falta de respeto y aunque es posible que algunos de
nuestros políticos traten de hacer muchas cosas por nuestro país,
me parece que su constante presencia en los medios de comunicación
más que contribuir a la felicidad de nuestra sociedad consiga todo
lo contrario; es decir, desoriente, fatigue, desconcierte,
descomponga, aburra, canse...
Las radios,
las televisiones y los periódicos, tanto digitales como impresos, se
están convirtiendo de un tiempo a esta parte en el campo de batalla
donde los profesionales de la política se disputan el poder. No es
que esto pueda considerarse realmente una novedad. Pero lo cierto es
que el espacio donde el resto de la sociedad trabaja, respira, habla,
obedece, rellena quinielas, pierde el tiempo y hace ricos a los
notarios se está quedando cada vez más reducido merced al
gigantesco aparato propagandístico que los profesionales de la
política han terminando desplegando de norte a sur y de oeste a
este. La realidad, de esta manera, ha terminado convirtiéndose en
una campaña electoral tan interminable que se diría que no hacemos
más esfuerzo que pasarnos el día de colegio electoral en colegio
electoral depositando en las urnas un voto tras otro.
La vida es una
sucesión de actos mínimos; actos que de un modo u otro conforman la
solidez de cualquier sociedad contemporánea: el albañil, por
ejemplo, que coloca el ladrillo justo en el lugar preciso, el médico
que diagnóstica tras un minucioso reconocimiento, el profesor que
despierta la inteligente curiosidad de sus alumnos, el labrador que
injerta el frutal meticulosamente, etcétera, etcétera... Prestar,
de esta manera, los servicios más simples con absoluta honradez
constituye la máxima categoría mental de un individuo consciente,
respetuoso, desarrollado. Por eso, me parece que cualquier sociedad
desarrollada ha de catalogarse más por el trabajo de sus fontaneros,
por ejemplo, que por el incesante discurso de sus políticos. No sé
si en este país, tras largos años de campañas electorales,
democracia, virreinatos autonómicos y tertulias radiofónicas, hemos
llegado a comprender esto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario