Las fotografías
no tienen piedad. Lo mismo da que hayas conquistado la cumbre del
Everest, hayas hecho carrera con el contrabando de cigarrillos, te
hayan coronado con laurel en los juegos florales de tu pueblo o que
mujeres de todas las razas hayan peregrinado hasta tu cama en busca
de una reliquia, de un manantial o de un descendiente, porque en
cualquier instante, por lo general inesperado, sobre un aparador,
entre libros, bajo un puñado de facturas o dentro de un desordenado
cajón, encontrarás una fotografía donde difícilmente te
reconocerás. Las fotografías, como la guadaña de la muerte, a
todos nos igualan ya que la única manera de convertirse en inmortal
es posando ante una polaroid. Durante estas semanas de principios,
mediados, de la primavera, resulta difícil no tropezarse con algún
fotógrafo en muchas de las ceremonias religiosas a las que no nos
queda más remedio que acudir: comuniones, bodas, bautizos... En
estas celebraciones, entre hojaldre y hojaldre, abstemios como un
profeta musulmán o más bebidos que un guardamarina en un burdel de
Amsterdam, los invitados se ofrecen sonrientes ante el objetivo - de
un modo imprudente, a mi juicio - pareciendo no recordar que con el
transcurrir de los años esa fotografía no será más que una prueba
palmaria de los estragos que el tiempo comete no solo con nuestros
cuerpos sino también con el de las personas que amamos, soportamos o
traicionamos. Hay fotografías luminosas, cierto, donde nos mostramos
en todo nuestro breve esplendor, pero también hay fotografías de
una refinada crueldad; fotografías donde perseveramos en nuestros
errores; instantáneas, por ejemplo, donde besamos apasionadamente a
alguien a quién abandonamos, donde le reímos las gracias a quién
nos terminó vendiendo por un puñado de monedas o donde aparecemos
vestidos como si fuéramos a asistir a un concierto de la orquesta
Topolino. Las fotografías, como escribiera Leonard Cohen, en
realidad lo único que nos dicen es la manera tan antigua que tenemos
de ver las cosas; y seguramente por eso en las actuales fotografías
de monseñor Rouco Varela, por ejemplo, siempre se acaba vislumbrando
el siglo XIX. En fin, en todas estas celebraciones, propias de
principios, mediados, de la primavera, no hago más que evitar
fotógrafos, ya que para reconocerme, la verdad, prefiero los
espejos. Hasta el momento ninguno de ellos ha cometido la descortesía
de devolverme la imagen de lo que fui, con quién fui, como fui, como
pude ser o como ya nunca, ¡ay!, seré.
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