sábado, 11 de enero de 2014

Andre Comte



Leí un libro de Beigbeder llamado "El amor dura tres años" y ya me parecía mucho. El explicaba que el primero es de pasión, el segundo de ternura y el tercero de tedio. La pasión amorosa solo dura un año y ya es mucho decir, porque en realidad dura solo unos cuantos meses y luego pasamos a otra cosa. Con unos 60 años de vida amorosa, con dos al año podrías tener 120 pasiones. Yo te invito a que te ocurra, hazlo...


Pero lo que pasa es que en la mayor parte de las veces entre cada pasión estás sola, es el celibato. Así que tienes dos opciones: o te aburres sola o te aburres en pareja. La segunda es la mejor opción. En pareja te aburres menos que en soledad. Y luego estás con la pareja con la que menos te aburres. Las parejas felices no son parejas que nunca se aburren, todas las parejas se aburren. Cuando miro a mi alrededor veo a más gente soltera que sueña con una vida de pareja que no al revés. Esto quiere decir que se está mejor estando juntos que solos. Y quieres construir, el ser humano no quiere relaciones cortas sino una relación larga para construir algo entre los dos. 


La pasión amorosa está sobrevalorada, no hay duda, pero esto no implica que el amor lo esté. El cine y la literatura tienden a centrarse en la pasión amorosa, pero esta dura solo unos meses, un año a lo sumo, después queda el amor. Llegado el momento la pareja suprime la pasión, pues esta procede del deseo, y el deseo, cuando ya no existe esa falta del otro, desaparece. En otras palabras, no es posible echar en falta a aquel o aquella que comparte su vida, que está ahí cada noche, y cada mañana. Alegrarse de la existencia del otro, de su presencia, sentir placer por compartir su vida y su lecho, no significa menos amor, sino más. Así es como pasamos del tedio de amar, acuñado por el cenizo de Schopenhauer, a la declaración spinozista del amor, a saber: "El amor es una alegría que acompaña a la idea de una causa exterior".

jueves, 9 de enero de 2014

Atraso Histórico

   
  Hemos llegado tarde. Los españoles, con perdón, hemos llegado tarde a todo. No solo por la histórica sucesión de reyes lerdos, generales sanguinarios, dictadores obtusos y gobiernos corruptos al frente del estado, sino porque los curas, los caciques, el ejército, la nobleza y la pesada carga de una burocracia gandula, absurda, gigantesca e inútil se han encargado de procurarnos un atraso histórico que durante siglos ha lastrado las posibilidades del país. Este atraso nos ha hecho llegar tarde a los acontecimientos que han modificado las sociedades del continente donde geográficamente estamos situados. Hemos llegado tarde a la revolución burguesa, a la industrial, a la sexual, a la lucha de clases, al feminismo, al laicismo, a la contracultura, a la democracia como forma de convivencia y hoy en día aún no nos hemos enterado de que el resto de los países del primer mundo ya está superando la revolución tecnológica. Los españoles todavía estamos descubriéndonos la identidad sumergidos en continuas disputas parroquiales, fronterizas y pueblerinas – propias del siglo diecinueve –, mientras en el resto del continente los ciudadanos ya han descubierto que la política actual es lo contrario de lo que era la democracia: ahora no es la democracia quien gobierna el mundo sino una nueva aristocracia; aristocracia caracterizada por su facilidad para enriquecerse especulando a dentelladas con el dinero que, descaradamente, nos roban a los demás.
Hemos llegado tarde a la revolución burguesa, a la industrial, a la sexual, a la lucha de clases, al feminismo, al laicismo, a la contracultura, a la democracia como forma de convivencia y hoy en día aún no nos hemos enterado de que el resto de los países del primer mundo ya está superando la revolución tecnológica.


La indiferencia hacia la política es lo que caracteriza a las sociedades desarrolladas. Nadie cree en la política. Ni siquiera los políticos. El mundo lo dirigen poderosas asociaciones económicas que no están sometidas a ningún control democrático y los políticos no son más que gente a su servicio que se encarga de recaudar impuestos, mantener el orden, procurarse privilegios y promulgar leyes infantiles para que fumemos a escondidas.
La preocupación por el planeta está reemplazando a la movilización de los partidarios de la derecha o de la izquierda para lograr una sociedad conservadora o una sociedad progresista. La sensibilidad ecológica de los ciudadanos es el único movimiento que está creciendo en los países desarrollados. Los políticos ya no se dedican a resolver los problemas fundamentales sino tan solo los accesorios, así que los ciudadanos de estos países se están asociando, no para lograr un cambio de régimen, sino para defender la tala controlada de árboles, el uso racional del agua, la prohibición de los residuos tóxicos, el protocolo de Kioto...; en definitiva, para defender el desarrollo sostenible. El planeta está metido de lleno en gravísimos problemas de complicada resolución – la creciente pobreza, el cambio climático y la explosión demográfica, entre otros - y mientras tanto los españoles, con el tradicional atraso histórico que nos caracteriza, no hacemos más que mandar a todo cristo viviente al desempleo y seguir discutiendo en la barra de los bares sobre naderías; ya saben, sobre el porvenir profesional de Iker Casillas o los planes independentistas que diferentes dirigentes autonómicos consideran necesarios para que sus ciudadanos disfruten de un 'paradisíaco futuro' que, según ciertos ecologistas, geógrafos, físicos y otros científicos de probada reputación, parece, cuando menos, complicado, muy, muy complicado...

Un Territorio Fronterizo

         
Cuando se pierde la juventud, cosa que sucede con una sorprendente facilidad, disminuye considerablemente el interés por eso que denominan las fiestas navideñas. No es culpa de nadie. Ni siquiera de Zapatero. Simplemente ocurre, como ocurren muchas otras cosas en la vida sin que intervenga para nada la voluntad de los hombres o de las mujeres; ocurre y uno no tiene más remedio que acostumbrarse a ello del mismo modo que termina acostumbrándose a la pérdida del pelo, la vista, la fé, la firmeza de los músculos o los amigos. Estas navidades, las de esta España retrotraida, ahora, por decreto ley, a la España del convento y el cuartel, los patios de vecindad, las sacristías y el potaje de garbanzos, discurren, como casi siempre, con mucho ruido, con los árboles de nuestras ciudades cubiertos de bombillas, los bares repletos, los niños desatados, los adolescentes pegando gritos por las calles y con un trasiego constante de personas entrando y saliendo de los centros comerciales cargados de turrones, camisas, corbatas, perfumes, cubertería, ipads y compactos que recopilan los grandes éxitos de Nino Bravo, Jacques Brel, los Cinco Bilbaínos, Lady Gaga o Von Karajan... Seguramente esto es así porque durante estas fechas descubrimos, no sin alivio, que todos los derechos contenidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos han terminado reduciéndose a uno: el derecho a comprar; derecho que en estos días de petardos, confettis, christmas, villancicos y multitudinarias borracheras, más que un derecho parece una obligación, casi un deber patrio, sobre todo si tenemos en cuenta que cuánto más consumamos más ayudamos a reactivar la maltrecha economía de nuestro maltrecho país...
Todos los meses de diciembre, al finalizar este, llueva, truene, haga calor o caigan los copos de nieve sobre nuestras desorientadas cabezas, se produce esta curiosa contabilidad: el recuento; el recuento de lo que hicimos y de lo que dejamos de hacer, de lo que ganamos y de lo que dejamos de ganar.

                           La Navidad es un terreno fronterizo. También es muchas otras cosas que tienen que ver con la religión, la infancia, la memoria culinaria y familiar, el consumismo o las agencias de publicidad, pero, fundamentalmente, es un territorio fronterizo. No solo entre el año que termina y el año que empieza, sino también entre lo que fuimos y lo que finalmente hemos llegado a ser.
                      Todos los meses de diciembre, al finalizar este, llueva, truene, haga calor o caigan los copos de nieve sobre nuestras desorientadas cabezas, se produce esta curiosa contabilidad: el recuento; el recuento de lo que hicimos y de lo que dejamos de hacer, de lo que ganamos y de lo que dejamos de ganar, las fotografías, breves, fugaces, de los instantes perdidos, su misterio, su caprichoso carrusel de palabras, de situaciones, de personas, etcétera, etcétera... Lo cierto es que el resultado de este recuento casi nunca genera demasiados entusiasmos, pero, en fin, lo bueno de estas fiestas es que entre petardo y petardo, mientras descorchamos una botella de champagne tras otra, cada año, no se sabe bien por qué, desde lo más profundo de nuestro actual desamparo siempre nos vuelve a crecer la disparatada esperanza de que en el próximo año no nos tomen por más tontos de lo que realmente somos, no juguemos tan solo a perder, no nos perdamos de vista tan facilmente, nos crezca el disminuido entusiasmo, no engordemos con solo entreabrir la puerta del frigorífico, no nos jodan tanto los patriotas y demás delincuentes y a ser posible - pero esto ya como auténtico milagro navideño – el presidente de este gobierno y sus secuaces emigren todos juntos, en alegre comandita, al islote de Perejil, a algún crater lunar, al Valle de los Caídos, o allá donde tengan a bien soportarles tanta incompetencia, tanto descaro, tanta mezquindad...