Cuando se pierde la juventud, cosa que sucede con una sorprendente facilidad, disminuye considerablemente el interés por eso que denominan las fiestas navideñas. No es culpa de nadie. Ni siquiera de Zapatero. Simplemente ocurre, como ocurren muchas otras cosas en la vida sin que intervenga para nada la voluntad de los hombres o de las mujeres; ocurre y uno no tiene más remedio que acostumbrarse a ello del mismo modo que termina acostumbrándose a la pérdida del pelo, la vista, la fé, la firmeza de los músculos o los amigos. Estas navidades, las de esta España retrotraida, ahora, por decreto ley, a la España del convento y el cuartel, los patios de vecindad, las sacristías y el potaje de garbanzos, discurren, como casi siempre, con mucho ruido, con los árboles de nuestras ciudades cubiertos de bombillas, los bares repletos, los niños desatados, los adolescentes pegando gritos por las calles y con un trasiego constante de personas entrando y saliendo de los centros comerciales cargados de turrones, camisas, corbatas, perfumes, cubertería, ipads y compactos que recopilan los grandes éxitos de Nino Bravo, Jacques Brel, los Cinco Bilbaínos, Lady Gaga o Von Karajan... Seguramente esto es así porque durante estas fechas descubrimos, no sin alivio, que todos los derechos contenidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos han terminado reduciéndose a uno: el derecho a comprar; derecho que en estos días de petardos, confettis, christmas, villancicos y multitudinarias borracheras, más que un derecho parece una obligación, casi un deber patrio, sobre todo si tenemos en cuenta que cuánto más consumamos más ayudamos a reactivar la maltrecha economía de nuestro maltrecho país...
La Navidad es un terreno fronterizo. También es muchas otras cosas que tienen que ver con la religión, la infancia, la memoria culinaria y familiar, el consumismo o las agencias de publicidad, pero, fundamentalmente, es un territorio fronterizo. No solo entre el año que termina y el año que empieza, sino también entre lo que fuimos y lo que finalmente hemos llegado a ser.
Todos los meses de diciembre, al finalizar este, llueva, truene, haga calor o caigan los copos de nieve sobre nuestras desorientadas cabezas, se produce esta curiosa contabilidad: el recuento; el recuento de lo que hicimos y de lo que dejamos de hacer, de lo que ganamos y de lo que dejamos de ganar, las fotografías, breves, fugaces, de los instantes perdidos, su misterio, su caprichoso carrusel de palabras, de situaciones, de personas, etcétera, etcétera... Lo cierto es que el resultado de este recuento casi nunca genera demasiados entusiasmos, pero, en fin, lo bueno de estas fiestas es que entre petardo y petardo, mientras descorchamos una botella de champagne tras otra, cada año, no se sabe bien por qué, desde lo más profundo de nuestro actual desamparo siempre nos vuelve a crecer la disparatada esperanza de que en el próximo año no nos tomen por más tontos de lo que realmente somos, no juguemos tan solo a perder, no nos perdamos de vista tan facilmente, nos crezca el disminuido entusiasmo, no engordemos con solo entreabrir la puerta del frigorífico, no nos jodan tanto los patriotas y demás delincuentes y a ser posible - pero esto ya como auténtico milagro navideño – el presidente de este gobierno y sus secuaces emigren todos juntos, en alegre comandita, al islote de Perejil, a algún crater lunar, al Valle de los Caídos, o allá donde tengan a bien soportarles tanta incompetencia, tanto descaro, tanta mezquindad...
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