martes, 30 de abril de 2013

Pensamiento único



El mundo cambia. Bien es cierto que nunca o casi nunca como deseamos – cuando menos no como deseamos los que no tenemos más fortuna que nuestros miserables jornales – pero, en fin, lo indiscutible es que si nuestros bisabuelos vivieron un tiempo silencioso sin teléfonos, frigoríficos, ordenadores, submarinos nucleares, películas de Bruce Willis y japoneses fotografiándoles la boina calada, en esta vertiginosa época que nos ha tocado transitar resulta que hay niños, jóvenes, adolescentes, que desconocen no solo la existencia de un mundo sin televisión sino también sin pizzerías, videojuegos, compactos, hamburgueserías, padres esclavizados y centros comerciales, muchos, muchos centros comerciales... La televisión, entre otras magníficas posibilidades, nos muestra cotidianamente los esplendores y las miserias del planeta, nos distrae la soledad, nos concede la oportunidad de asistir en vivo a extraordinarios acontecimientos – derrotas del Real Madrid, victorias del BarcelonaClub de Fútbol, etcétera, etcétera - pero como en este asqueroso mundo todo anverso tiene su reverso, la televisión también nos ha transmutado de ciudadanos en consumidores, o dicho de otra manera, la televisión, merced a los anuncios publicitarios con los que todos, más o menos, nos hemos educado, nos ha convertido en clientes; clientes pertinaces, perpetuos, insistentes; clientes de perfumerías, tiendas de a cien, corredurías de seguros, concesionarios de coches y, sobre todo, de centros comerciales, de muchos, muchos centros comerciales...

Hay quienes, afortunadamente, han tenido suerte y han encontrado en estos shopping center – como los denominan los norteamericanos - la respuesta que antiguamente, como decía Bob Dylan, estaba en el viento. Así, padres, madres, travestíes, niños, jubilados de la administración pública y miembros de alguno de los cien mil colectivos que en nuestro desquiciado país se dedican a analizar en permanente asamblea “la dinámica sociopolítica de un estado autonómico” o alguna otra chorrada, pasan alegremente el fin de semana entre sus paredes, lo mismo comprando latas de atún en escabeche que merendando batidos de chocolate, viendo películas de Steven Segal o cenando una Happy Burguer con Happy Chips and Happy Drinks en la Hiper Happy Happy Hamburguesería. Según apuntara José Saramago en la que fue su novela más pesimista, “La Caverna”, esta es la tendencia – como tanto gustan de decir los cronistas de moda – de nuestra multitudinaria, desigual, consumidora y desorientada sociedad.


En realidad, por más vueltas que le demos, todos los centros comerciales de esta descorazonadora corteza terrestre son iguales, lo mismo los situados en la isla de Djeba, en Túnez que los ubicados por los alrededores de Bilbao, Baracaldo, Portugalete o Castro Urdiales: luminosos, espaciosos, insípidos, llenos de todo y llenos de nada, todos huelen de la misma manera, todos suenan del mismo modo y todos, absolutamente todos, venden los mismos productos. Esto es lo que hay. A medida que el mundo se empequeñece, más y más centros comerciales se van abriendo, de tal modo que si en busca de un dedal, de una gorra de baseball o de una botella de vino, una tarde lluviosa como esta – más desapacible, áspera y destemplada que una conferencia de prensa del “mejor entrenador de fútbol de la historia", el megalomano José Mourinho - entras en el Corte Ingles de Murcia, también estás entrando en el Corte Ingles de Santander, en el de Las Palmas de Gran Canaria, en el de Zaragoza o en el del barrio de Argüelles, en Madrid, capital del reino. En esto, más o menos, consiste eso que los pobres, pretenciosos y limitados articulistas denominamos - tan pomposamente - pensamiento único.

viernes, 26 de abril de 2013

Carreteras



                 Carreteras a ninguna parte en las tardes lluviosas de primavera.
                 Carreteras secundarias.
            Carreteras que se recorren solo por el placer de huir, de largarte, de dejarte atrás, huyendo no solo de ti mismo sino también de tu trabajo, tu desempleo, tu pequeño dolor, tu rutina de teléfonos móviles, desencuentros, telediarios, tertulias radiofónicas, periódicos, sopas de sobre y hamburguesas de plástico... En fin, lo de menos es el motivo. Lo importante es largarse, huir hacia ninguna parte, creyendo, ingenuamente, que el paraíso se encuentra siempre a unos cuantos kilómetros de distancia de nuestra vivienda habitual. Así, lo propio es llenar el depósito de gasolina y entre carreteras vecinales y comarcales, por donde apenas circula coche alguno, buscar en recónditas cabañas rurales, en minúsculos hoteles, en escondidas tabernas o en destartaladas casonas, los sueños perdidos, las ninfas nunca encontradas, los vientos cargados de sal o los abiertos espacios de larguísimas playas, lejanos malecones y azulísimos litorales. Las personas, sobre todos los jóvenes, huímos, durante los fines de semana, por una idea preconcebida; por la creencia – tan extendida, por otra parte – de suponer que en cualquier otro lugar distinto al que habitualmente ocupamos, nos sentiremos más dichosos, seremos más altos, más sanos, más guapos y que merced a una extraña combinación de diferentes elementos filósoficos, biológicos y matemáticos nos encontraremos con personas, animales y enseres de una refinada bondad, de una sutilísima inteligencia y de una deslumbrante y desprendida belleza...
            Carreteras a ninguna parte en las tardes lluviosas de primavera.
            Carreteras secundarias.



miércoles, 24 de abril de 2013

Eficacia




Mientras el planeta se dirige hacia un laberinto de corrupción, terrorismo, crímenes, guerras, escándalos, insultos, calumnias, abusos, fanatismos, deterioro del medio ambiente y demás fragilidades humanas, me parece que ya solo se puede aspirar a las cosas más simples: a que los trenes, por ejemplo, lleguen a su hora, a que las manzanas no sepan a calabaza, a que los locutores de televisión no tartamudeen cuando cuentan las muchas maravillas de este gobierno o a que el suelo del bar donde escribo estas breves líneas no esté cubierto de pringosas servilletas de papel, colillas, restos de tortilla de patatas o cáscaras vacías de mejillones. La educación que hemos recibido pretende que deseemos cosas de una manera continua, cualquier clase de cosas, coches, lámparas, zapatillas de tenis o turrones de chocolate, sin embargo es posible que para que este manirroto planeta recupere la cordura de una vez por todas, en lugar de pretender, todo consista en limitarse ya que, como decía una de las máximas más provechosas de Goethe, la felicidad es la limitación.

Un mínimo de eficacia. Esta es la religión a la que aspiro. O lo que es lo mismo, aspiro a que no me atropelle un coche en un paso cebra, a que no me vendan carne de caballo como si fuera solomillo de ternera o a que el médico de guardia no me haga esperar horas y horas en la antesala de su consulta para recetarme un analgésico caro, escaso y de dudosa eficacia. Las grandes verdades de este tiempo vienen casi siempre en la sección de los anuncios por palabras de los periódicos. Todo lo demás, por mucho ruido que produzca, no suele ser más que material para el próximo derribo.




No hay pretensión más realista que aquella que te procura un mínimo instante de vida, además las pretensiones desmesuradas no proporcionan más que disgustos, desengaños, decepciones; tanto para los pueblos como para las personas que las acometen. Los grandes ideales arrastran consigo demasiadas desventuras, demasiadas calamidades, así que lo oportuno es atenerse al plato de chipirones en su tinta que te metes entre pecho y espalda mientras conversas con alguien cercano de antiguos paisajes, remotos placeres, libros leídos o personas perdidas, o sea, de cuestiones mínimas pero consistentes. Cuando llueve lo propio es sentirse recompensado. Cuando hace sol acercarse hasta el parque para leer los anuncios por palabras de los periódicos sentados sobre cualquier banco; solos; bajo la templada sombra de cualquier nogal. Eso es todo. Una vez perdida la primera inocencia, no resulta difícil caer en la cuenta que todas las propuestas políticas - incluida la tan promocionada de la austeridad - tarde o temprano terminan convirtiéndose en un turbio asunto de codicia. Los ricos gobiernan desde la impunidad. La oposición ha desaparecido.


lunes, 22 de abril de 2013

Localistas


                            La tendencia a la aldea. El localismo. En esta tierra, tan castigada ahora por quienes aún no han entendido que el buen gobierno consiste en cohesionar a la sociedad no en dividirla y destrozarla, hay mucha gente que no tiene el más mínimo interés por nada que no sea su pueblo, que apenas habla de otra cosa, que viaja a disgusto, que no siente la menor curiosidad por aquello que ocurre más allá de su territorio y que tiende a concentrarse en el pueblo donde ha nacido o donde ha establecido favorablemente la residencia. Son los localistas. Los hombres y las mujeres que han decidido limitarse el mundo porque en el mundo no hay mejores zanahorias, mejores puestas de sol, guisantes tan bien redondeados o tormentas de verano tan espectaculares como las que su pueblo produce. En fin, todo esto acostumbra a ser siempre muy relativo, bastante banal y ciertamente infantil, pero lo curioso de estas personas es que nunca aceptan una crítica respecto a la excelencia de sus lechugas, de sus tascas, de sus árboles o de sus opiniones. No la aceptan porque la única conclusión que han sacado de esta desquiciada vida es que su pueblo es el mejor de los pueblos posibles, la quintaesencia de la belleza, del bienestar, de la perfección; en definitiva, la maravilla de las maravillas. 
 
    
Los localistas tienen un defecto bastante acusado: el de desorbitar sus sentimientos. Lo hinchan todo. Las patatas de su pueblo son las patatas más grandes del planeta, los tomates los más sabrosos, la leche de sus vacas la más saludable y los héroes locales los más valientes, los más aguerridos de la historia. Los localistas, con todo lo inofensivos que parecen, suelen ser los autores de casi todas las peleas que ha habido entre pueblos vecinos y nuestra historia, desgraciadamente, está plagada de riñas vecinales, garrotazos fronterizos, disputas pueblerinas y otros diversos rencores.


Josep Pla decía que somos un país de hambrientos, onanistas y perturbados. Tengo la impresión que con el paso de los años, además de hambrientos, onanistas y perturbados, también nos hemos convertido en un país de localistas. El estado de las autonomías ha generado muchísimos localistas. Muchísimos. Los políticos autonómicos descubrieron, hace ya tiempo, que para mantenerse en el poder debían fomentar la historia local en contraposición con la historia solidaria de España, pero no solo la historia sino también la cultura local, la danza, el deporte, los refranes, los juegos florales y las distintas maneras de preparar una paella. En definitiva, haciendo hincapié más en las diferencias que en las afinidades, los políticos autonómicos han terminado fomentado los localismos merced a la puesta en práctica de una política aldeana, corta de miras, demagógica y decididamente sentimental. Una política que nos ha situado donde ahora mismo estamos; o sea, en la total certeza de que los localistas, además de causar pena, son una de las cargas más pesadas que este bárbaro, ruidoso y trastornado país arrastra.



viernes, 19 de abril de 2013

Fin de semana




He aquí unas modestas recomendaciones para este fin de semana, en el supuesto de que no se tengan otras cosas que hacer: un paisaje que visitar en la costa cántabra - en concreto el pueblo de Somo, situado en la parte sur de la bahía de Santander -. Dispone este municipio de una larguísima playa donde se puede practicar surf, pasear, tentar con anzuelos y señuelos a las lubinas, recoger conchas marinas o aullarle a la luna en soledad, que, en esta vida, ya se sabe, todos son aficiones... Tiene, también, los suficientes restaurantes sólidos, consistentes, alejados del minimalismo literario de la "nueva cocina", para degustar los pescado propios del cantábrico y los arroces cocinados con almejas, bogavantes, quisquillas, mejillones y otras delicias capturadas en la misma bahía, en los arenales de Pedreña, donde, por cierto, se puede practicar el golf en su soberbio club, siempre, eso si, de que, monetariamente, se disponga de algo más que el miserable salario de un periodista... Para los aficionados a la música les ofrezco aquí una rareza de la italiana Mina Mazzini cantando en español junto al también italiano Richard Cocciante y, ya, para los letraheridos, un poema del gaditano Felipe Benítez Reyes recuperado de su libro "Los vanos mundos", editado en el año 1985, libro a mi modesto entender donde están incluidos los más acertados versos de ya su larga trayectoria. Y para finalizar, o como estrambote o media veronica, remato con una certera cita de Stendhal - ¿Stendhal?, no me jodas, que pesadez -, pues si, Stendhal, que para algo estan los clásicos, que no son solo un adorno en la biblioteca del salón familiar...







Advertencia  - Poema de Felipe Benitez Reyes




Si alguna vez sufres -y lo harás-

por alguien que te amó y que te abandona, 
no le guardes rencor ni le perdones: 
deforma su memoria el rencoroso 
y en amor el perdón es sólo una palabra 
que no se aviene nunca a un sentimiento. 

Soporta tu dolor en soledad, 
porque el merecimiento aun de la adversidad mayor 
está justificado si fuiste 
desleal a tu conciencia, no apostando 
sólo por el amor que te entregaba 
su esplendor inocente, sus intocados mundos.

Así que cuando sufras -y lo harás-
por alguien que te amó, procura siempre 
acusarte a ti mismo de su olvido 
porque fuiste cobarde o quizá fuiste ingrato. 
Y aprende que la vida tiene un precio 
que no puedes pagar continuamente. 
Y aprende dignidad en tu derrota, 
agradeciendo a quien te quiso 
el regalo fugaz de su hermosura.




El amor es una bellísima flor, pero hay que tener el coraje de ir a recogerla al borde de un precipicio. (Stendhal)


Chorradas


 
  Entre otros numerosos defectos que han generado mucha tertulia radiofónica y mucha literatura barata pero que no vienen al caso, los periodistas arrastramos algunos males desde la década de los últimos ochenta, primeros noventa, del fatídico siglo pasado. Más o menos desde que la tarjeta de crédito fuera santificada como el único placer no pecaminoso, desde que la música popular, o un ruido parecido, dejara de ser un referente cultural, desde que el muro de Berlín se viniera abajo sin que ningún espía, tertuliano, analista, profeta o quiromántico lo anunciara de antemano y desde que la codicia colectiva, en perfecta conjunción con la indiferencia individual, consagraran al capitalismo como la única ideología no solo posible sino también justa y necesaria. Fueron los retransmitidos días del primer esplendor de Diana de Galés - la princesa bulímica - en las portadas de todas las revistas del corazón; los tiempos de la decadencia y posterior desaparición de semanarios tan prestigiosos como Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, El Viejo Topo, etcétera, etcétera...; la época en que, como caracoles tras una tormenta otoñal, surgieron los suplementos semanales de los periódicos dedicados a la gastronomía, las cremas hidratantes, la decoración de interiores, los consultorios psicológicos, la restauración de muebles, la jardinería, el bricolaje, la guía de espectáculos, el turismo y otros asuntos por los que el periodismo se ha extendido pero, como resulta más que evidente, no puede decirse que se haya hecho más profundo.


        Uno de estos males, tal vez el más sangrante, fue el descubrimiento de que los medios de comunicación solo podían crecer halagando al público. Un público, por cierto, cuyo tiempo libre podía ser totalmente ocupado por los medios siempre que los mismos dedicaran menos tiempo a la reflexión y más a los métodos de atontamiento generalizado puestos ya en práctica, con indudable éxito, por cierto, por el oráculo de nuestro tiempo; ya saben, ese electrodoméstico parlante que tienen ustedes instalado en un lugar predominante del salón - y del dormitorio y del cuarto del niño y de la cocina, etcétera  etcétera .. Esta tendencia – mucho me temo que irreversible – puede confirmarse también en la red de las redes, internet, ya saben, ya que basta con deslizarse un ratito por "Youtube" para percibir que los videos más pinchados suelen relacionarse con las andanzas de Paris Hilton, las correrías de los "triunfitos", las hermosas y conmovedoras disputas dialécticas que año tras año mantiene la Belen Esteban con cualquiera que se tercie o alguna de las brillantes y delirantes declaraciones de los menos brillantes y delirantes hermanos Matamoros.

           Los medios de comunicación occidentales, renunciando a ciertos principios, más o menos fundacionales, que no garantizaban su rentabilidad, fueron gestando, poco a poco, el modelo de sociedad que actualmente padecemos; de hecho, los medios de comunicación de entonces fueron creando, lenta, muy, muy lentamente, un monstruo; el monstruo que ahora mismo nos está devorando. No a mordiscos sino con la constante, monótona y perezosa estupidez de los personajes que nos empobrecen la vida: cantantes clónicos, folklóricas momificadas, políticos huecos, artistas estúpidos, putas declaradas, delincuentes laureados, actores que jamás han actuado, famosillos que jamás han trabajado, tontos que no solo hablan demasiado sino que lo hacen desde demasiadas tribunas, etcétera, etcétera..., todos en la grasienta disputa de su recompensa mediática, vanidosa y monetaria. Hemos dejado que el mercado terminara dictando las reglas y resulta que si lo que el sacrosanto mercado – cada vez más enfangado por el fútbol, el ombliguismo y la vulgaridad - demanda son las peripecias de Paquirrín, las alucinantes correrías de Pipi Estrada, los escarceos sexuales de los participantes en algún concurso televisivo o los buscavidas que le rondan los dineros a la Duquesa de Alba, pues nada, la Duquesa de Alba y demás especímenes a diestro y siniestro, de desayuno, de comida, de merienda y de cena, copando todos los medios de comunicación - tanto los audiovisuales como los escritos - con sus disputas sentimentales, sus exclusivas, sus escándalos o con sus interminables chorradas.



miércoles, 17 de abril de 2013

Estafadores



  Hará algo más de una década, palmo más, palmo menos, se desató la fiebre de la llamada nueva economía - también conocida como "capitalismo popular" - que propició que muchos inversores modestos invirtieran sus ahorros en las empresas relacionadas con las nuevas tecnologías. El capitalismo ya no se conformaba con la plusvalía del obrero sino que también trataba de extraer sus ganancias del bolsillo de los ahorradores. En aquellos días no había asesor, banco o analista financiero que no te recomendara hacerte con unas cuantas acciones de esas empresas con la garantía, aseguraban, de proporcionarte un dinero inmediato, tangible, fácil y duplicado – como es bien sabido, más nos pierde la codicia que los demás pecados capitales juntos y cuando “teniendo ocasión no la aprovechas, como escribió Salustio, por demás siempre la esperarás ya pasada” -. Lo cierto es que una vez remitida la fiebre inicial, consumada la quiebra de muchas de estas empresas, arruinadas muchas de las firmas punto.com y desacreditada la llamada nueva economía, se descubrió pocos años después que muchas de esas sociedades de análisis bursátil, como la norteamericana Merryl Lynch, no hacían, entonces, más que proporcionar informaciones falsas con el único propósito de estafar a los modestos inversores; a todos aquellos, por ejemplo, que entre otras trampas, cayeron en la de Terra, no se si lo recuerdan, aquel sobrevaloradísimo portal en Internet de Telefónica.


Todo aquel estrépito fue una excepción en la dilatada historia de las estafas, porque los grandes negocios, en realidad, siempre se han hecho con discreción. Muchas fortunas, por ejemplo, proceden de manejar esta discreción como si fuese un mapa del tesoro, una combinación secreta de cualquier caja fuerte o una cualidad heredada en algún brumoso, turbio y remoto paraíso fiscal.


El dinero de toda la vida necesita silencio para reproducirse. No la continua ostentación de algunos de los políticos socialistas durante las décadas pasadas, ni tampoco su exhibicionismo de grandes negocios cerrados en restaurantes de cinco tenedores, sino este torvo, profundo e inquietante silencio que ahora se respira en los despachos de la derecha, en las oficinas de las multinacionales, en las agencias de cambio bursátil y en demás entidades financieras. A pesar que últimamente se están sucediendo noticias sobre la delincuencia de las grandes empresas – cuentas amañadas en Bankia, por ejemplo, venta de preferentes por parte de bancos y cajas de ahorros, cuentas ocultas en sociedades industriales como Pescanova, trucos contables en los créditos concedidos por los bancos a los partidos políticos y connivencias de Arthur Andersen y otras sociedades auditoras con sus clientes preferenciales - no puede negarse que el hombre de hoy, al igual que el de siempre, continúa siendo un animal gregario, conformista, confiado. Seguramente por eso la mayoría de nosotros todavía tenemos nuestro dinero depositado en la cuenta corriente de cualquier banco, sin advertir que el único propósito de los banqueros, como escribiera Henry Miller, es enseñarnos a ahorrar para así poder estafarnos con nuestro propio dinero.



Ley de Costas. Mafias


               Los dirigentes del Partido Popular consideran que aún no se han cometido bastante barbarides urbanísticas en nuestro litoral así que, tratando de devolver los favores a quienes les procuran la placentera vida que llevan, a saber, los constructores, están decididos a modificar la Actual Ley de Costas. Así lo relataba como noticia el digital de "El País" el pasado domingo: "Tres padres de la actual Ley de Costas, vigente desde 1988, ven en los cambios introducidos por el PP en esta norma una oportunidad clara para rellenar de cemento los pocos huecos que quedan en el litoral español. Los autores de la norma actual, creada durante un Gobierno socialista, advierten de que se está desprotegiendo una franja de 80 metros, casi la longitud mínima de un campo de fútbol, y que se abrirá la posibilidad de edificar muchos tramos de costa para usos residenciales que ahora no son edificables. Los guardianes de esta nueva oportunidad de negocio serán los Ayuntamientos, eso sí, con el control de las comunidades. Las novedades se han colado de forma sibilina en la reforma de la Ley de Costas, denominada proyecto de Ley de Protección y Uso Sostenible del Litoral. " No importa que los medios de comunicación dediquen todos sus esfuerzos a relatarnos las peripecias de Barcenas, las chapuzas de Urdangarín o las catástrofes venideras anunciadas por un sin fin de prestigiosos economistas que fueron incapaces de vislumbrar la descomunal crisis economica en la que ya hace más de tres años que venimos chapoteando, lo que realmente está desintegrando la democracia española está íntimamente relacionado con lo que esta noticia relata: los poderes locales llevan muchos años controlados por mafias; mafias dedicadas al negocio de la construcción, aunque tampoco le hacen ascos al tráfico de drogas, dinero, armas, personas o al cada vez más próspero negocio de la prostitución.

         Las mafias arrasaron el país durante los años de la burbuja inmobiliaria. Literalmente. Los municipios - costeros, sobre todo, lindantes con grandes ciudades o con espacios protegidos por su singular belleza paisajística - fueron tomados por empresas constructoras de dudosa titularidad que no repararon en gastos para comprar la voluntad de los alcaldes, concejales, policías  jueces y demás representantes de los poderes públicos en su afán de recalificar terrenos y hacerse con todos las hectáreas de dominio público posibles. No fueron hechos casuales ni esporádicos. Tampoco figuraciones periodísticas. Lamentablemente fueron una constante en esa época de dinero barato, hipotecas, adosados, urbanizaciones residenciales y campos de golf, muchos, muchos campos de golf; época que al parecer los dirigentes del Partido popular quieren resucitar con la promulgación de las modificaciones en la Actual Ley de Costas.




           En nuestro país, hace ya mucho tiempo, que no hay ningún otro negocio, salvo tal vez el de la prostitución. Ningún otro. Los últimos gobiernos no hicieron carreteras, ni hospitales, ni institutos, ni industrias, no fomentaron el desarrollo tecnológico ni cuidaron nuestro riquísimo patrimonio cultural, se limitaron a crear las condiciones favorables para que las empresas constructoras se adueñasen de los ayuntamientos, con el propósito de recibir a cambio, eso sí, cantidades ingentes de dinero que mantengan perfectamente engrasada la poderosa maquinaria de propaganda de los partidos políticos. Las reformas estatutarias que tanto asustaron en su día fueron una broma en comparación con lo que sucedió en las instituciones del poder local - casualmente las que están más próximas a los ciudadanos. Todo eso modificó las costumbres nacionales, así que los jóvenes captaron el mensaje: para prosperar en nuestro país ya no resultaba necesario estudiar, ni investigar, ni trabajar, ni tan siquiera medrar, bastaba con especular con el solar patrio. Como habían hecho los listos. Ya saben, no creo que haga falta dar nombres. Lo demás, como supongo que los jóvenes de ahora ya se habrán dado cuenta, son ganas de engrosar las desoladoras cifras del desempleo o de perder el tiempo en trabajos de mierda por un puñetero salario de mierda.


martes, 16 de abril de 2013

Multitudes


No se vive más que una vida. Cierto. Pero de entre todas las cosas que en este mundo se pueden hacer, ¿por qué llegamos a hacer lo que hacemos?; es decir, ¿qué es lo que nos impulsa a convertirnos en lo que finalmente terminamos siendo? : ¿el azar?, ¿la necesidad?. Por poner un ejemplo que me resulta bastante cercano, ¿que es lo que le ha ocurrido a mi miserable persona para trabajar como periodista en lugar de convertirme en un hombre de provecho; o sea, en un banquero, pastor de cabras, lancero bengalí, pintor de brocha gorda, presentador de televisión homosexual, guardia de tráfico en alguna desolada aldea rumana o concejal de urbanismo en alguna localidad costera de este disparatado país..?. No sé si es porque frecuento demasiados bares o porque leo demasiados periódicos, pero, últimamente, me parece que hay demasiada gente para todo: para ver partidos de fútbol, para morirse en un campamento de refugiados, para hacer cola ante la ventanilla de cualquier administración pública o para comprar aceitunas machacadas en un mercado marroquí. Hay gente de sobra. Tanto para lo bueno como para lo malo. Gente anónima que se tumba al sol, procrea, respira, miente, paga la hipoteca y se sienta disciplinadamente ante el televisor para contemplar las muchas estupideces que nos muestran. Hay gente incluso para leer artículos como este. Gente que no suele protestar por casi nada, que aguanta carros y carretas, que pierde el tiempo inmovilizada en monumentales atascos de tráfico y a la que, como escribiera Guillaume Apollinaire, “hace mucho, mucho tiempo que se le hace creer que no tiene ningún futuro, que es ignorante por completo y totalmente idiota de nacimiento...”

                      En una entrevista concedida a un diario británico hace ya muchos, muchos años, – tantos que un humilde servidor ni siquiera había nacido - el inmenso Bertrand Russell, pensador inglés muy influyente durante el siglo pasado, declaró que: “a menos que todo el mundo haya de ser muy pobre, no debería haber más gente que alimentar de la que hay ahora; por tanto es absolutamente necesario nivelar el crecimiento de la población hasta que ésta sea relativamente estacionaria”. Palabras dichas durante la década de los cincuenta, cuando, ni de lejos, nos acercábamos a los más de seis mil millones de personas que actualmente habitamos este planeta azotado por los huracanes, la contaminación, las lluvias torrenciales y las pertinaces sequías.

                      Nunca he llegado a comprender para qué leches hay tantas personas en este disparatado mundo: ¿para nada en especial o para qué virus como el de la gripe del pollo tengan con quién entretenerse?; ¿para qué los promotores inmobiliarios no dejen ni un palmo de terreno por construir y vendan más fácilmente sus cada vez más minúsculos apartamentos o para que los políticos dispongan de disciplinadas masas a las que camelar con sus discursos; o sea, con sus turbios negocios, casualmente, también inmobiliarios?; ¿para que Andy y Lucas, Melendi, El Canto del Loco, Amaya Montero y la subsiguiente caterva de horteras que nos asola puedan vender millones de discos o para qué los grandes magnates, los dueños de la multinacionales, tengan compradores a quienes venderles tanto teléfono móvil, tanto ordenador, tantas aspirinas, tanto automóvil, tantas vacunas contra supuestas pandemias...?. Ni la más remota idea. Pero, a mi parecer, la teoría según la cual la calidad nace de la cantidad es totalmente falsa y en especial en el país donde vivimos. Es un principio miserable que se ha extendido en esta época miserable con el propósito de que cada vez haya más gente para comprar cosas, para pagar impuestos, para jugar a la lotería primitiva o para sufrir las guerras, la enfermedad, la miseria y el desorden generalizado. Como a pesar de haber terminado ejerciendo de periodista no me considero más lerdo que el común de los mortales, sé perfectamente que todas estas desgracias siempre van existir. Pero si todo esto debe existir, convendría que se hiciera con la menor cantidad de gente posible - siempre según mi limitado parecer y entender, claro está...

domingo, 14 de abril de 2013

Dali


Los artistas muertos son una magnífica fuente de ingresos para la hacienda de los estados, así, estos días, nuestras instituciones culturales más  importantes, en concreto, el Museo Reina Sofía abre una espectacular exposición, tras su éxito parisiense, de uno de los personajes más sorprendentes de nuestra tradición cultural. En un tiempo anterior al aplastante dominio que los medios de comunicación han terminado ejerciendo sobre todas las actividades que se desarrollan en el planeta, Salvador Dalí y Doménech descubrió que le resultaba mucho más rentable dejarse crecer un ridículo bigote, pasear un pollo con una cadena por las calles de París o hablar siempre con una voz hinchada, grave y campanuda, que dedicar el tiempo a pintar relojes blandos, tigres sin dentadura, paisajes de Cadaqués o retratos de señoras en rojo sobre un fondo gris. La propaganda de sí mismo - o sea, eso que ahora llamamos marketing - fue el gran descubrimiento de este excelente dibujante y pintor mediocre obsesionado no solo con el dinero sino también con la masturbación, el exhibicionismo, el tamaño de sus genitales y las demenciales relaciones que mantuvo con la que fuera primera mujer del inmenso poeta Paul Eluard: la indescriptible Gala.

Hoy vivimos en un mundo publicitario. Todo sirve para la publicidad. Tal vez porque la esencia de nuestra vida es convertirlo todo en material publicitario, tanto lo sublime como lo rutinario. Pero en aquella época fue Salvador Dalí quién descubrió que no había modo alguno de llamar la atención si no era escandalizando a la burguesía provinciana, católica y sentimental que, en aquellos días, detentaba no solo el poder sino también el dinero – por lo menos hasta que el patriarca del surrealismo, el francés André Breton, liquidara una época con aquello tan tajante y tan certero de “el escándalo ha muerto”.


El descubrimiento realizado por Salvador Dalí durante la segunda mitad del siglo veinte, ha condicionado el desarrollo de nuestra cultura, si es que nuestra cultura ha sido capaz de avanzar un milímetro más allá del Romancero Gitano de Lorca y el Concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo. Los escritores, cineastas, cantantes, intelectuales y artistas que pretenden acaparar la actualidad están obligados a chapotear constantemente en la superficie de la sociedad desplazando toneladas de fluido que, por lo general, no se corresponden con la entidad de su trabajo, sino con el sexto sentido que han desarrollado para la autopromoción; o lo que es lo mismo para estar siempre en el sitio oportuno en el momento oportuno. No hay otra manera de tener éxito. Ninguna otra. De Salvador Dalí hasta Pedro Almodóvar, pasando por el inenarrable Camilo José Cela, la cultura en España, con perdón, se ha convertido en un asunto de agencias de publicidad, amiguetes, promociones narcisistas, escándalos minuciosamente calculados y pollos que todavía se pasean con cadena por las calles de un Madrid hortera, grasiento, vecinal y casposo.




viernes, 12 de abril de 2013

Periodismo: El Diario Norte


           


               El periodismo está lleno de fracasados. No por vocación, sino porque los periodistas, en realidad, no servimos más que para describir el mundo desde la impotencia. Es decir, no trazamos líneas en el espacio. No tendemos puentes entre hondonadas. No remediamos el hambre de los continentes desmantelados. No le arrancamos nada a la tierra: ni frutos, ni mineral, ni misericordia y ni siquiera arreglamos grifos, dientes, arterias, matrimonios o viejas máquinas de coser. En resumidas cuentas, enseñen lo que enseñen en la innecesaria facultad, lo cierto es que para desempeñar este oficio hay que ser, primero, lo suficientemente humilde como para reconocer que no se sabe hacer ninguna otra cosa y hay que estar, después, dispuesto a vivir una vida de privaciones, urgencias, chismorreos, insignificancias, brillantes descubrimientos, tonterías solemnemente divulgadas, muchos desplazamientos y una considerable mala leche que hay que digerirla como buenamente se pueda; o sea, con la habitual resignación que puede acabar derivando en melancolía, desmedida afición al vagabundeo o, una vez superada la tentación de dejarlo todo para montar una ferretería en cualquier remota aldea, en un moderado alcoholismo habitualmente sazonado con anécdotas de otros tiempos, otras gentes y otros acontecimientos.

                    Los periodistas, los que lo somos sin utilizar el oficio para servir intereses políticos o económicos, discurrimos por el mundo preguntando lo que nadie puede contestar, averiguando lo que casi nadie quiere saber y tratando inútilmente de fijar en el tiempo lo que el tiempo, tarde o temprano, se encargará de sepultar: un beso, un naufragio, un discurso, un asesinato, una traición o un huracán devastador. Si el periodismo algo te enseña es que no hay nada como alejarse un poco de todo para curarse de la proximidad; de la deformación de la proximidad. Deformación, de la que todos, en esta comunidad autónoma desde la que hoy escribo, a saber, Euskadi, estamos atacados. Es en este sentido, creo, que los antiguos aconsejaban el desplazamiento. Creían que era un buen método para prescindir de pequeñeces, de borrosos detalles, de torcidos enredos tribales y de escenografías grandiosas, interesadas y falsas.

                El mundo solo lo transforman los poetas y los científicos. El resto hacemos lo que buenamente podemos; es decir, respiramos, comemos, miramos la televisión, hablamos de chorradas en los bares, hacemos el amor cuando se tercia y rellenamos quinielas. Comprobado tengo que los periodistas no servimos más que para describir este disparatado mundo desde la impotencia, pero, aún así, nada más necesario en estos momentos de democracias desprestigiadas que el buen ejercicio de este oficio, dado que si para algo es útil el periodismo es para prestar atención a la condición humana, olvidando los planteamientos abstractos, para así relatar los ultrajes, las injusticias y los abusos que la gente sufre; en definitiva, para relatar todo aquello que las autoridades no quieren que se sepa. Con este empeño y con el entusiasmo y el escaso dinero propio de la juventud, en esta semana se ha presentado en Bilbao, ya saben, la capital del Guggenheim, una nueva publicación digital: El Diario Norte. Desde aquí, además de envidiarles la juventud, desearles suerte y salud... 

jueves, 11 de abril de 2013

Quehaceres



Si solo estamos hechos de tiempo, la cuestión, a mi modesto parecer y entender, resulta bastante sencilla: ¿qué demonios hacer con él?. Hay muchas maneras de utilizarlo. Muchas. Tal vez demasiadas, pero, lamentablemente, ninguna de ellas ha satisfecho la aspiración más profunda de quienes habitamos este planeta, o sea, permanecer jóvenes para siempre. No cabe duda que la mayoría de las cosas que hacemos nos mantienen ocupados, nos procuran cama, techo, comida, problemas, amigos y en el mejor de los casos hasta placeres tan sutiles como conciliar el sueño todas las noches sin tener que recurrir a los tranquilizantes. Lo que hacemos con el tiempo en cierto modo nos limita, pero también define nuestra personalidad, nos sitúa ante nuestros semejantes - tanto para bien como para mal - e incluso, a veces, tan solo a veces, hasta nos proporciona dinero. Los hombres y las mujeres siempre hemos tenido la ilusa pretensión de utilizar nuestro tiempo de la manera más provechosa posible, pero como en esta vida todo son puntos de vista, hay quién considera que la manera más provechosa de transitar por esta corteza terrestre es hacer crucigramas, componer sonetos, extirpar tumores, anotar asientos contables, sobornar concejales de urbanismo, mentir hasta el delirio como los portavoces de los partidos políticos, soltar melonada tras melonada como Soraya Saenz de Santamaría, tirarse adolescentes medio putas como Berlusconi, vaticinar la inmediata llegada del Apocalipsis como los analistas que trabajan para los numerosos medios de comunicación hambrientos de catastrofes o azotarse la espalda con ramas de abedul sobre lo alto de una colina batida por el viento boreal...


En fin cada quien es cada cual y como contra gustos no hay disputas no voy a ser yo quien les indique cual es la manera más provechosa de transitar por este desquiciado planeta – para eso ya están los curas, los tertulianos, los psicoterapeutas, los diseñadores con vocación pedagógica, los cocineros con vocación filosófica y Federico Jimenez Losantos – pero, a mi juicio, entendiéndolo desde la modestia que conlleva el ser un simple periodista sin más entendederas que los muchos años dedicados a este desprestigiado oficio, una de las maneras más decentes de estar en el mundo actual es ayudando, en la medida que se pueda, a la cantidad de desgraciados que todos los días sufren las consecuencias de un destino adverso; o sea, a los enfermos, los parados, las víctimas de la violencia, los más de dos mil ochocientos millones de trabajadores que ganan menos de dos dólares al día o a los casi cinco millones de niños que cada año mueren de hambre en el mundo –. Esta época de crisis económica, por cierto, sin necesidad de salir corriendo de casa para socorrer a los saharauies o para trabajar de cooperante en las selvas amazónicas, que también, resulta bastante apropiada para dedicar parte de nuestro tiempo, nuestro dinero o nuestro esfuerzo, a ayudar a quienes, a nuestro alrededor, están padeciendo, realmente, las consecuencias del cataclismo económico provocado por los habituales estafadores de siempre, en el supuesto, claro, de que estos estafadores no se apropien del poco dinero que nos queda para continuar con sus habituales desmanes.

Debido, tal vez, a estas circunstancias y a otras consideraciones menos altruistas pero más prácticas, llega un momento en la vida en que te preguntas para que sirve lo que haces y si no te lo preguntas siempre hay un alma caritativa que se toma la molestia de hacerlo. La otra noche, por ejemplo, en un bar minúsculo, brumoso, lánguido, refugio de fumadores y decorado con fotografías de cuando Castro Urdiales todavía no se había convertido en un delirante batiburrillo de disparatadas edificaciones, una estudiante de alguno de esos numerosos masters que, supuestamente, te capacitan para administrar empresas y casi tan hermosa como vivir dentro de una canción de Emmylou Harris, me preguntó para que demonios servían los artículos que escribo. Como hace ya muchísimo tiempo que, además de dinero, carezco de vanidad, le contesté que seguramente para nada pero, bueno, como en esta vida, cuando no se está tratando de mejorar la vida de los demás, todo es entretenerse, esta es la manera más barata que he encontrado para entretenerme, ya que después de todo, ¿para que estamos en este disparatado mundo sino es para perder el tiempo?. Hay quién pierde el suyo tocando el clarinete, saltando de cama en cama, contemplando un partido de fútbol tras otro, vendiendo pólizas de seguros, escribiendo libros sobre la influencia de la halitosis en la literatura rusa del diecinueve, dictando cartas comerciales a la secretaria de turno, haciendo casas con cuatro ladrillos mal colocados o siguiendo las andanzas de los concursantes que han enfangado la televisión, así que, ¿por qué no he de poder perder el mío escribiendo artículos?. Y en esas estamos, bonita.... Ni que decir tiene que la muchacha era lo suficientemente joven como para no tener en cuenta ni una sola de mis palabras. Ya se sabe, juventud, divino tesoro...

Solos


                 

 Hace ya tiempo, en las letrinas de una vieja estación de ferrocarril, en un remoto pueblo de La Mancha castellana, me entretuve durante un buen rato leyendo la puerta de los retretes cubierta de graffitis grabados con navajas y restos de excrementos: los insultos habituales, ya se pueden ustedes imaginar; las consignas políticas pasadas de moda; las apreciaciones sexuales acerca de la madre de algún bastardo; varias propuestas de mamadas con los correspondientes números de teléfono... Entre todos los mensajes me llamó poderosamente la atención un número de teléfono seguido de la siguiente súplica: “me siento muy solo, no me importa si eres un asesino, por favor, llámame”. Tras cumplir con la urgentísima tarea que me había impulsado a entrar en aquellas letrinas, tentado estuve de llamar por teléfono al autor del mensaje, aunque solo fuera para hacerle el favor de asestarle un par de puñaladas en las ingles, pero, finalmente, decidí reemprender viaje hacia lo más profundo del mediterráneo en busca de mi propio asesino.


                   La vida, además de breve, absurda y cara, es una sucesión de compañías. Eso decían al menos los poetas románticos del diecinueve y los numerosísimos cantantes folkies estadounidenses que tanto se promocionaron durante el breve reinado de Kennedy I, el Sátiro. Pero en las ciudades que nos está tocando habitar, un porcentaje cada vez más elevado de la población vive sola, come sola, habla sola, discute sola con la televisión y sueña con los angelitos sola. En España el 20% de los hogares son ya unipersonales, según la última encuesta de población activa. Hay más de tres millones y medio de singles españoles; en 1991 no llegaban a 590.000. De todos los hogares creados en los últimos tres años, el 45% está formado por una sola persona. Es una tendencia creciente – en 2014 uno de cada cuatro hogares será unipersonal, según el Instituto de Política Familiar - y global ya que en la Europa Occidental este tipo de hogares llegan ya al 30% y en el mundo han pasado de 153,5 millones a 202,6 millones en apenas seis años. 




                Las revistas, los periódicos, los programas de televisión y las páginas más visitadas de la red constatan una y otra vez que en las grandes ciudades como Londres, París, Barcelona, Castro Urdiales o Nueva York lo que más crece es la cantidad de individuos que viven solos. La soledad es el privilegio y el negocio de la civilización occidental. En otras culturas, desde las chozas de Abisinia hasta el archipiélago de Jojo, se vive en la calle, todos juntos, revueltos, mezclados... Hay toda una aureola mística alrededor de la soledad, debido, sobre todo, a la penosa influencia que las telenovelas, la mala literatura y las estúpidas canciones de amor han tenido sobre amplios sectores de la población, pero la soledad auténtica, la impuesta, no es más que una minuciosa sucesión de fracasos. Las putas lo saben. No es que sean las únicas pero, bueno, según ellas, la mayoría de sus clientes puestos a lamentarse no se lamentan de otra cosa que de soledad. Basta tirarse una breve charleta con cualquiera de estas desventuradas profesionales para percibir que su negocio crece en la misma medida en que también crece la soledad del individuo contemporáneo - y para ser sinceros, su negocio, en nuestro disparatado país, está creciendo a un ritmo tan desmesurado que si sigue la tendencia actual seguro que acabaremos ocupando el primer puesto en el ranking mundial de "más putas por metro cuadrado"...

                 Hace ya tiempo, en otra época, la soledad se combatía conversando con quienes compartían la vivienda familiar, con el vecino, el portero, las visitas o con el sereno cuando, de madrugada, uno, mal que bien, regresaba al hogar tambaleándose de farola en farola. Todo eso pertenece al pasado. Mucho me temo que quienes más partido están sacando de nuestro aislamiento – los constructores, los gobiernos y por supuesto, las multinacionales que nos venden lavadoras, ordenadores, microondas, video consolas, reproductores de música, televisores, transistores y sexo virtual, mucho, mucho sexo virtual – nos están construyendo ciudades para la soledad; para cincuenta metros cuadrados, como mucho, de televisión, internet, silencio, luz eléctrica, ropa esparcida, comida a domicilio y soledad, mucha, mucha soledad... Tal vez por eso, a veces, en mitad de la noche, todavía me despierto, ligeramente inquieto, preguntándome si el autor de aquél mensaje, leído en las letrinas de una vieja estación de ferrocarril de un remoto pueblo de La Mancha castellana, habrá tenido suerte y habrá encontrado, por fin, a su asesino.




miércoles, 10 de abril de 2013

Primavera


               Llueve y hace sol. Llueve de nuevo y no es un prodigio de brujas, cuentos de hadas, pócimas mágicas, lagartijas que juegan al escondite y otras fantasías animadas de ayer y de hoy, sino la primavera. En la plaza, una muchacha se ha puesto a bailar. Parece recién salida de un anuncio de vermut: delgada, risueña, bronceada, tan hermosa que resultaría fácil confundirla con el fotograma de alguna película francesa vislumbrada durante la adolescencia: salta arriba y abajo, da una vuelta, toca las palmas y levanta al cielo las manos y los ojos, contenta y entregada... El mundo se nos cuenta desde la catástrofe. Lo es, pero, por si acaso, todos los días nos lo recuerdan. La muchacha que se ha puesto a bailar en la plaza no abrirá mañana ningún telediario, no aparecerá en la portada de ningún periódico, no será minuciosamente despellejada en ninguna tertulia radiofónica porque, en este mediodía primaveral, no ha asesinado a nadie, se ha limitado a saltar arriba y abajo, a dar una vuelta, a tocar las palmas y a levantar al cielo las manos y los ojos, contenta y entregada...


             Hace tiempo que los medios de comunicación adquirieron el hábito de mostrarnos únicamente las tragedias que se suceden en el planeta. Durante la sobremesa de todos nuestros días no hacemos sino contemplar manadas de niños famélicos, mujeres apuñaladas por hombres destruidos, políticos que se corrompen por una mínima ración de codicia, cadáveres desmembrados que se amontonan en la calle tras cualquier atentado, hectáreas de bosques devoradas por incendios fabulosos o inmigrantes subsaharianos ahogados frente a las costas de nuestro paraíso occidental. El diablo sabrá porqué, pero lo cierto es que a la hora de elegir, los propietarios de los medios han elegido lo peor de la especie para mantenernos puntualmente informados del último asesinato, la última violación, la última hazaña terrorista o el último comunicado imbécil de cualquier grupo de psicópatas. En esto ha terminado derivando el negocio al que hace ya muchos, muchos años pertenezco.


                Todas estas desgracias parecen la suma exacta del tiempo que nos ha tocado vivir. Aunque no son más que un limitado fragmento de la realidad hacia el que han sido enfocadas las cámaras. Pero más allá de estas cámaras existe otra realidad que nunca es televisada: la vida de las personas que, perdidas en el tránsito diario, anónimas, sobrellevando como buenamente pueden las propias desdichas, trabajan como científicos, profesores, enfermeras, taxistas, dependientes, médicos o músicos callejeros; personas que cuidan leprosos, pasan los fines de semana con minusválidos, cocinan para el disfrute de sus amigos, mantienen distraídos a los niños, escriben para mostrarnos lo que desconocemos o limpian las casas que habitamos con la misma minuciosidad con la que las monjas de clausura, hace ya tiempo, hilaban tapices... Llueve y hace sol. Llueve de nuevo y en la plaza una muchacha se ha puesto a bailar. Baila solo por el placer de animarse y de reir. O tal vez, porque el viento la empuja y una voz interior le canta que el mundo es de ella; bailarina, sin pareja...