jueves, 11 de abril de 2013

Quehaceres



Si solo estamos hechos de tiempo, la cuestión, a mi modesto parecer y entender, resulta bastante sencilla: ¿qué demonios hacer con él?. Hay muchas maneras de utilizarlo. Muchas. Tal vez demasiadas, pero, lamentablemente, ninguna de ellas ha satisfecho la aspiración más profunda de quienes habitamos este planeta, o sea, permanecer jóvenes para siempre. No cabe duda que la mayoría de las cosas que hacemos nos mantienen ocupados, nos procuran cama, techo, comida, problemas, amigos y en el mejor de los casos hasta placeres tan sutiles como conciliar el sueño todas las noches sin tener que recurrir a los tranquilizantes. Lo que hacemos con el tiempo en cierto modo nos limita, pero también define nuestra personalidad, nos sitúa ante nuestros semejantes - tanto para bien como para mal - e incluso, a veces, tan solo a veces, hasta nos proporciona dinero. Los hombres y las mujeres siempre hemos tenido la ilusa pretensión de utilizar nuestro tiempo de la manera más provechosa posible, pero como en esta vida todo son puntos de vista, hay quién considera que la manera más provechosa de transitar por esta corteza terrestre es hacer crucigramas, componer sonetos, extirpar tumores, anotar asientos contables, sobornar concejales de urbanismo, mentir hasta el delirio como los portavoces de los partidos políticos, soltar melonada tras melonada como Soraya Saenz de Santamaría, tirarse adolescentes medio putas como Berlusconi, vaticinar la inmediata llegada del Apocalipsis como los analistas que trabajan para los numerosos medios de comunicación hambrientos de catastrofes o azotarse la espalda con ramas de abedul sobre lo alto de una colina batida por el viento boreal...


En fin cada quien es cada cual y como contra gustos no hay disputas no voy a ser yo quien les indique cual es la manera más provechosa de transitar por este desquiciado planeta – para eso ya están los curas, los tertulianos, los psicoterapeutas, los diseñadores con vocación pedagógica, los cocineros con vocación filosófica y Federico Jimenez Losantos – pero, a mi juicio, entendiéndolo desde la modestia que conlleva el ser un simple periodista sin más entendederas que los muchos años dedicados a este desprestigiado oficio, una de las maneras más decentes de estar en el mundo actual es ayudando, en la medida que se pueda, a la cantidad de desgraciados que todos los días sufren las consecuencias de un destino adverso; o sea, a los enfermos, los parados, las víctimas de la violencia, los más de dos mil ochocientos millones de trabajadores que ganan menos de dos dólares al día o a los casi cinco millones de niños que cada año mueren de hambre en el mundo –. Esta época de crisis económica, por cierto, sin necesidad de salir corriendo de casa para socorrer a los saharauies o para trabajar de cooperante en las selvas amazónicas, que también, resulta bastante apropiada para dedicar parte de nuestro tiempo, nuestro dinero o nuestro esfuerzo, a ayudar a quienes, a nuestro alrededor, están padeciendo, realmente, las consecuencias del cataclismo económico provocado por los habituales estafadores de siempre, en el supuesto, claro, de que estos estafadores no se apropien del poco dinero que nos queda para continuar con sus habituales desmanes.

Debido, tal vez, a estas circunstancias y a otras consideraciones menos altruistas pero más prácticas, llega un momento en la vida en que te preguntas para que sirve lo que haces y si no te lo preguntas siempre hay un alma caritativa que se toma la molestia de hacerlo. La otra noche, por ejemplo, en un bar minúsculo, brumoso, lánguido, refugio de fumadores y decorado con fotografías de cuando Castro Urdiales todavía no se había convertido en un delirante batiburrillo de disparatadas edificaciones, una estudiante de alguno de esos numerosos masters que, supuestamente, te capacitan para administrar empresas y casi tan hermosa como vivir dentro de una canción de Emmylou Harris, me preguntó para que demonios servían los artículos que escribo. Como hace ya muchísimo tiempo que, además de dinero, carezco de vanidad, le contesté que seguramente para nada pero, bueno, como en esta vida, cuando no se está tratando de mejorar la vida de los demás, todo es entretenerse, esta es la manera más barata que he encontrado para entretenerme, ya que después de todo, ¿para que estamos en este disparatado mundo sino es para perder el tiempo?. Hay quién pierde el suyo tocando el clarinete, saltando de cama en cama, contemplando un partido de fútbol tras otro, vendiendo pólizas de seguros, escribiendo libros sobre la influencia de la halitosis en la literatura rusa del diecinueve, dictando cartas comerciales a la secretaria de turno, haciendo casas con cuatro ladrillos mal colocados o siguiendo las andanzas de los concursantes que han enfangado la televisión, así que, ¿por qué no he de poder perder el mío escribiendo artículos?. Y en esas estamos, bonita.... Ni que decir tiene que la muchacha era lo suficientemente joven como para no tener en cuenta ni una sola de mis palabras. Ya se sabe, juventud, divino tesoro...

1 comentario:

  1. La expresión perder el tiempo ya tiene connotaciones sutiles. ¿Qué es perder el tiempo? ¿Es realmente escribir perderlo? Las palabras que dejas, que sueltas y llegan a los oídos de los demás no son gratuitas, no nos atraviesan sin dejar huella... Tal vez no seamos capaces de producir grandes cambios, tal vez no haya grandes cambios, tal vez se trate de ver con la perspectiva que ha ocurrido y qué casulidades provoqué. Y no creo que en el fondo nuestra vanidad no nos lleve a creer que tal vez sea así. ¡Fantasías!

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