martes, 23 de julio de 2013

Los pobres


Hace unos cuántos años, antes de que la televisión se convirtiera en un miembro más de la familia – por lo general en el más escuchado – los pobres del mundo entero comían el mendrugo de pan, el arroz amargo o las patatas asadas del cuadro de Vincent Van Gogh sin que nada ni nadie les pasara constantemente por las narices todos los bogavantes, todas las lubinas, todas las piernas de cordero o todos los whiskies de 12 años que ellos no podían adquirir. Los pobres, entonces, además de piojos, hambre, hijos muertos y escasas posibilidades de ascender socialmente, tenían el consuelo de desconocer lo que ocurría a su alrededor, asi que llamaban señoritos a los hijos de los patronos, se emborrachaban los días de fiesta, escupían al suelo cuando los conspiradores de turno les hablaba de justicia social y acudían puntualmente a la iglesia para que los sacerdotes, desde el púlpito, les prometieran las recompensas del más allá, o sea el paraíso celestial, si seguían cumpliendo a rajatabla los mandamientos impuestos por el dios del Antiguo Testamento. Ignorantes, fatalistas, analfabetos, resignados y serviles – sobre todo antes de Lenin – durante todo esos años los pobres fueron cadaveres en las guerras, sirvientes o jornaleros en la paz y más que nada un requisito imprescindible de cualquier sociedad desarrollada para que los patronos pudieran ejercer con ellos el derecho de pernada y para que las damas de buenas familias pudieran poner en práctica eso tan entretenido de la caridad cristiana.

Las cosas han cambiado. Las mejoras en nuestro mundo occidental, a cien años vista, son más que considerables, pero tal vez la diferencia más significativa entre los pobres de ahora y los del pasado sea la información. Los de ahora disponen de la misma o parecida información que los ricos. Lo saben todo o casi todo: lo poco que cuesta la muerte y lo mucho que cuesta la vida. La televisión, principalmente, les mantiene al corriente de todo aquello que se puede obtener mediante el dinero: los viajes, los coches, las ensaladas de langostino y caviar, la salud, las viviendas con jardín adosado, los cuerpos danone, la impunidad, el respeto de los demás, etcetera, etcetera... No habiendo así más secretos que los que conciernen a la seguridad de los Estados, los pobres de esta época anhelan, en una lógica, justa e inevitable ambición, todo aquello que está expuesto en el escaparate de nuestra sociedad de consumo; es decir, los viajes, los coches, las ensaladas de langostino y caviar, la salud, las viviendas con jardín adosado, los cuerpos danone, la impunidad, el respeto de los demás, en definitiva, un estilo de vida que parece diseñado por las agencias de publicidad y que, en contra de lo que, durantes siglos, ha promulgado nuestra tradición catolica, no admite más paraísos que los inmediatos ni más recompensas que las que se obtienen mediante el dinero.


Este, en definitiva, es, a mi juicio, el tan cacareado "efecto llamada". El efecto que ha provocado que, actualmente, muchos de nuestros compatriotas estén molestos porque "nuestros pueblos y nuestras ciudades están repletas de inmigrantes". Según una encuesta realizada hace escasas semanas por el periódico International Herald Tribune un 77% de españoles es partidario del establecimiento de cuotas en el número de inmigrantes que entran en nuestro país y casí un 50% considera que hay demasiados inmigrantes en España que "entre otras cosas nos quitan el poco trabajo que hay". Pero, por más que nos empeñemos, y aunque debido a nuestra descomunal crisis económica el flujo de inmigrantes haya disminuido considerablemente, me sospecho que nos seguirán llegando. Nos seguirán llegando porque los pobres que aún no nos han arribado continúan recibiendo información de lo mucho que nos "divertimos" en nuestro paraíso occidental repleto de futbolistas millonarios, así que, como pobres sí son pero tontos no, tengo para mi que nos continuarán llegando de todos los confines: de los suburbios de las ciudades industriales o de las desérticas planicies del Africa negra; de Sudamerica, del Matogrosso, de la ruina de los países del este europeo o del largo y humillante desempleo. Nos llegarán para reclamar justicia o para redimirse mediante la violencia, porque, en contra de lo que la mayoría de los dirigentes políticos cree, el mundo no está gobernado por la democracia sino por la violencia, ya que, en una sociedad globalizada que mantiene tan grandes desigualdades sociales, la violencia, de un modo más o menos visible y de un modo más o menos sutil, siempre estará presente...

Por supuesto, nada de lo dicho es una justificación. Más bien es una profecía.

Ya saben, hay días en que uno, aburrido de sus propias limitaciones, se levanta, no sé, como crecido e, imbuido por el espiritu de Octavio Aceves, decide subirse a lo alto de una montaña y profetizar algo, ya que, después de todo, ¿a quién rinden cuentas tantos profetas como andan sueltos por ahí... ?.


martes, 9 de julio de 2013

Bilbainos


Estando tan cerca de Francia, apenas a hora u hora y media de carretera, siempre me he preguntado porque los bilbainos tenemos tan pocas cosas en común con los descendientes de Napoleón. Cierto que el cursi de Maurice Chevalier era francés pero bueno, si nos ponemos exquisitos tampoco es menos cierto que el disparatado de Sabino Arana era de Bilbao, así que lo comido por lo servido. Resulta curioso pero si se medita un instante en esto – en el supuesto de que se disponga de un instante para meditar en algo que no sea en el dinero, en la propia lujuria o en el acelerado deterioro mental de algunos de nuestros líderes políticos - uno no acierta a comprender porque todo dios se empeña en vivir como los estadounidenses, es decir, en un mundo a la americana y nadie, por ejemplo, quiere ser francés. Conozco en nuestra ciudad a individuos, aspirantes a poetas, sobre todo, que no le harían ascos a una procedencia británica – campestre, adinerada, alcoholizada y, por supuesto, de rancio abolengo - pero francesa, lo que se dice francesa, no conozco más que a una dependienta de unos grandes almacenes que se peina como Mirelle Mathieu, susurra como Francoise Hardy, te desprecia como Catherine Deneuve y piensa como Obelix.

Tengo la impresión que no es la proximidad, la cercanía o la vecindad de los pueblos la que actualmente nos influye sino la televisión, las películas, los juegos virtuales, el idioma de los ordenadores y las canciones de la radio. En definitiva, dado que el mundo del siglo XXI está en manos de los estadounidenses, todo cristo se comporta como si trabajara para la General Motors, viviera en un poblado del medio oeste, disfrutara comprando chorradas en los macro centros comerciales y estuviera liado con Mary Lou, John Doe o el pato Donald.


En un mundo dominado por el tedio tecnológico, la soledad y la desorientación generalizada, a veces, no muchas - los domingos, sobre todo, o la tarde de los jueves, que es cuando libra la criada - me pregunto en que demonios consistirá eso de ser bilbaíno: ¿en no ser vizcaíno?; ¿en ser seguidor del Athletic?; ¿en ser devoto de la Virgen de Begoña?; ¿en ser habitual de las tabernas de Somera, Licenciado Poza y Ledesma?. No tengo ni la más remota idea. Tampoco es que me vaya a suicidar por ello, pero sospecho que ser bilbaíno, en la actualidad, ya no tiene nada que ver con la legendaria tradición de las angulas, el poteo, las bilbainadas, los “Cinco Bilbaínos”, la herrumbrosa suciedad de la ría y los chistes de guipuzcoanos. Supongo que el Guggenheim nos ha transformado. Nos ha hecho, no sé, como más fotogénicos, más estilizados, menos toscos, más de diseño, casi, casi catalanes, pero, en fin, todo son opiniones, porque si ser bilbaíno también consiste en ejercer de alcohólico, prepotente, tragón, putero – la ciudad de España con más burdeles por m2 – y adicto a un régimen político hortera, aldeano, casposo, endogámico y singularmente clasista, un servidor, la verdad, preferiría haber nacido en la Conchinchina, en Reikjavik, en Guardamar del Segura e incluso, por huevos, en Torredolones.