jueves, 4 de abril de 2013

Los ricos





Puesto a lamentarme de algo, dado que en estos tiempos de incertidumbre, esta es la práctica social que, actualmente, más se frecuenta, me las voy a dar de elitista y desechando la habitual retahíla de descontento generalizado con los políticos, la burocracia, los especuladores, la programación televisiva y José Mourinho, entre otros desastres nacionales, este humilde servidor lamenta, sobre todo, que los hombres ricos de siempre, los que me procuraron un placer estético durante mi infancia y primera juventud, hayan desaparecido y que sus magnificas casas se hayan convertido en residencias para ancianos o en edificios administrativos. Lamento que las lujosas cafeterías que tanto frecuentaban hayan cerrado y que el aroma profundo, dulzón y selecto de sus pipas y de sus habanos se haya desvanecido en el aire como una las promesas electorales de esa organización política tan extraña denominada Izquierda Unida. Yo adoraba sus vinos, sus vajillas, sus despectivos sirvientes, sus infantiles ceremonias de hace casi cien años. Adoraba sus coches que utilizaban como si fueran la concha de un caracol llevándolos a todas partes y adoraba también a sus mujeres; las horas que le dedicaban a sus pieles, la leche, el deseo, las industrias que estaban al servicio de sus cuidados cuerpos. Amaba a sus hijos que parecían británicos, aunque se esforzaran por aparentar modales norteamericanos, y que dejaban que la palabra aristocracia les reconfortara como si fuera un tributo con el que rendir a la reina Victoria, a Winston Churchill, a Lord Byron y a las putas del Soho. Yo adoraba a los hombres ricos de siempre. Siempre lo he hecho. Detesto ver como sus abonos para la ópera caen en un depósito para los auténticos amantes de la ópera.

En su magnifico libro de memorias, cuyo titulo ahora mismo no recuerdo, el director de cine John Huston – padre de la enigmática Angélica Huston - decía que tras la segunda guerra mundial el mundo se había vulgarizado tanto que le resultaba tremendamente complicado encontrar a alguien interesante con quién entablar conversación. Supongo que esto, entre otras razones que ignoro, le convirtieron en un bebedor habitual que en sus últimos años de vida añoraba, según propia confesión, la compañía de Humprey Bogart, Montgomery Clyff, Walter Huston, Cark Gable y otros singulares bebedores con los que coincidió vitalmente durante el breve periodo de entreguerras.




Asi que siguiendo con la teoria expuesta por el brillante director de cine de origen irlandés - autor de una de las películas más conmovedoras que jamás se hayan rodado, "Los muertos", basada en el famoso cuento de James Joyce - este humilde servidor, en su lucha infructuosa contra la reinante vulgaridad, no solo procura huir de la televisión, las playas abarrotadas, los mitines electorales y los grandes almacenes sino que también detesta ver como los hombres ricos de ahora se hurgan los dientes con un palillo tras devorar un cordero lechal en un asador de carretera. Detesto sus modales, sus vientres abultados, las grandes risotadas que les provocan los chistes sobre los negros, los homosexuales, los inmigrantes y los retrasados mentales. No me gusta la fortuna que se han labrado especulando con el trabajo ajeno o colocando ladrillo tras ladrillo sobre los horizontes de mi infancia. No me gustan sus hijos; detesto sus costumbres irremediablemente norteamericanas, las películas que les hechizan, la música que suena en sus Audis, los masters que han hecho, sus visitas a los prostíbulos repletos de brasileñas, rumanas, colombianas, rusas… No me gustan sus mujeres: su codicia, sus cuerpos, los chandals que se enfundan los domingos de verano para comer marisco en el restaurante más caro del pueblo, las huecas conversaciones a gritos, a través del móvil, que les ocupan todo el día, los enormes coches todoterreno que utilizan para hacer la compra en las grandes superficies comerciales... Detesto la riqueza como premio a la vulgaridad. No me siento bien alimentado por la estética de este siglo. Me produce un incomparable sentimiento de pérdida. Algo así como si todos mis muertos, pobrecitos, me hubieran olvidado.

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