jueves, 27 de junio de 2013

Misterio



             
En la historia de nuestras costumbres y de nuestra peculiar manera de entender el mundo, hay ciertas conductas sociales que nos son tan propias que se diría que las hemos inventado: hablar a gritos, por ejemplo, remover Roma con Santiago hasta conseguir que alguien de la familia meta la cabeza dentro de la administración pública, zanjar cualquier discusión con la legendaria retahíla de "no sabe usted con quién está hablando" o dejarnos los cuartos sobre la barra de cualquier bar apostando a ver quién la tiene más grande. Todas estas conductas nos son tan propias que me extraña que no se hayan reflejado en alguno de los articulos de nuestra constitución para así tratar de entendernos un poco mejor y no sorprendernos tanto a nosotros mismos, aunque, no sé, puestos a buscar una singularidad que realmente nos caracterice, tal vez en la constitución debería haberse reflejado esa costumbre tan nacional de pasarnos la vida hablando de lo que no sabemos: los periodistas y los políticos, por ejemplo, hablamos de todo sin saber de nada; los hombres de las mujeres como si estas hubieran venido al mundo con un manual de instrucciones; los que nunca han jugado al fútbol hablan de regates, saques de esquina y penaltis como si alguna vez hubieran empatado con Maradona y los curas, que es a lo que ibamos, llevan siglos gastando más saliva hablando de la familia, del matrimonio y del aborto que de lo que, supuestamente, saben y además están obligados a practicar; o sea de las bondades del celibato, el poder de la oración, el amor, no carnal, a nuestros semejantes, niños incluidos, y el misterio de la fé - tan arbitrario en la mayoría de las ocasiones que parece que se tratara, tan solo, de un juego de azar más...

              El misterio es para la religión lo que el secreto para el Estado: una zona inaccesible que rodea a Dios y a los dirigentes. Solo mediante ciertos ritos, algunos elegidos pueden penetrar en ese espacio secreto, recóndito, reservado... Se requieren juramentos, vestiduras, unguentos y palabras esotéricas para celebrar la ceremonia de iniciación y traspasar, así, al interior de ese enigmático espacio, aunque apenas franqueado el umbral de ese arcano los iniciados descubran que ese espacio sagrado esta lleno de delincuentes, en el caso del Estado, y de hombres perplejos ante la magnitud de su ignorancia, en el caso de la religión.




                           Dios, antes, en tiempos muy anteriores al vértigo y la angustia que las nuevas tecnologías le están proporcionando a nuestras vidas, estaba protegido por el rigor de toda esa liturgia, lo mismo que el Estado está protegido por el rigor de sus secretos. En realidad Dios nunca hubiera llegado a ser Dios sino hubiera sido por el misterio que le rodeaba; todo aquel oropel de cardenales renacentistas, columnatas de Bernini, oraciones susurradas en lenguas ya muertas, olor a incienso en las puestas en escena de las misas para celebrar festejos nacionales y los interminables funerales oficiados por una veintena de sacerdotes que habían estudiado canto gregoriano en los seminarios, pero la Iglesia Católica, Apostólica y Romana terminó de precipitarlo hacia la vulgaridad cuando abandonó el latin. A partir de entonces todos comprendimos que Dios tenía muchas preguntas que responder y que los depositarios de su palabra en este planeta, los curas, no se sabían las respuestas, ya que, en realidad, no eran más que unos pobres desgraciados, como nosotros, que solo trataban de adecuarse a los nuevos tiempos guardando la sotana en el armario, vistiendo pantalones tejanos, dejándose barba, viviendo en desordenados apartamentos, tratándonos como si fuéramos colegas de barrio y desenfundando la guitarra para cantar en la misa de doce, tras la lectura de las Sagradas Escrituras, canciones de Victor Jara, Maria Ostiz, los Chalchaleros, Quilapayun o Joan Baez. Seguramente la familia no necesite de la Iglesia para sobrevivir, pero sí del misterio. La realidad es demasiado vulgar como para soportarla sin tener una deidad, inaccesible, remota y misteriosa - sobre todo para una sociedad descomunalmente racionalista - a la que reclamarle un poquito, solo un poquito de por favor...

miércoles, 26 de junio de 2013

Miedo


Raymond Carver (1938 - 1988)...



Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
Miedo a las tormentas eléctricas.
Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.
Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.
¡Miedo a la ansiedad!
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.
Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una nota triste.
Miedo a despertarme y ver que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado tiempo.
Miedo a la muerte.
Ya dije eso.



martes, 11 de junio de 2013

Ladrillos


En estos días que anteceden al verano, cuando la calor todavía no aprieta, realizar un viaje por los pueblos o las pequeñas ciudades de nuestra geografía nacional puede ser una buena oportunidad para desentenderse durante unos cuantos días del futbol, la televisión, el tedio, los índices de precios al consumo, las crecientres cifras del desempleo y la desoladora certeza de que tanto la derecha como la izquierda española aún consideran que el ejercicio de la política, en este antiguo reino de taifas ahora prósperamente reconvertido en un reino de mafias, tiene que semejarse, obligatoriamente, a una reyerta tabernaria entre distintos clanes gitanos. El viaje, además de balsámico e instructivo, también puede resultar aterrador: por todas partes uno, asombrado, no acierta a ver más que kilómetros y kilómetros de ladrillos que desfiguran comarcas enteras, convertidas ahora en muladares de hormigón que sustituyen a lo que en tiempo fueron hermosos litorales, bosques frondosos, arboledas que con sus anchas sombras y su rumor de hojas y de pájaros civilizaban el violento calor del verano. Durante el viaje, a poco que se haga sin más prisas que las propiciadas por el apetito culinario del viajero, no se contemplan más que las barbaridades que se están cometiendo en nombre del progreso quedando ya, apenas, ningún espacio de respeto y belleza que no esté amenazado por la negligencia de los políticos y por la codicia caníbal de los constructores. En algunas comarcas se está devorando el paisaje a dentelladas. Los territorios del sureste nacional, sobre todo, han sido masivamente colonizados por las empresas constructoras dejando tras de sí un rastro de litorales arrasados, playas sombreadas, hoteles descomunales, pueblos destruidos, manadas de turistas borrachos, murallas arquitectónicas alzadas sobre arenales de dominio público y polvorientos campos de golf que se abrasan bajo el silencioso resplandor de un sol hebraico. Todo ello con el beneplácito de las autoridades locales que como única disposición para ordenar su territorio reclaman continuos trasvases de agua, por ejemplo, como si el resto del país estuviera obligado a atender las necesidades provocadas por el demencial desarrollo demográfico que están propiciando; – según la mayoría de expertos dedicados a la investigación y el análisis de las cuestiones demográficas, parece claro que uno de los grandes desafíos de nuestro país para los próximos años es conseguir un modelo de ordenación y desarrollo territorial más equilibrado y sostenible que ponga fin al éxodo rural y a la desorbitada masificación costera y urbana que está superpoblando amplias zonas de la desértica, tórrida y arrasada vertiente mediterránea.

                  En países de democracias antiguas, laicas, prósperas y asentadas en largas tardes de lluvia, bostezos, abedules, chimeneas humeantes y una gastronomía sin demasiadas especias, los dirigentes políticos no arrastran masas, no levantan demasiadas pasiones y ni siquiera suelen ser muy conocidos. Me refiero a lugares como Suecia, Dinamarca, Finlandia, los Países Bajos o Noruega. Territorios condicionados por las bajas temperaturas donde los ciudadanos se saben administrados por hombres mediocres pero eficaces, aburridos pero honestos. En estas democracias los alcaldes de muchos de nuestros municipios – curiosamente también propietarios de las concejalías de urbanismo - hace ya tiempo que estarían a disposición judicial, aunque solo fuera por las disparatadas y demenciales urbanizaciones que han promovido en espacios protegidos, parques naturales, lindes costeros y arenales de dominio público, atentando no solo contra las normas más elementales de la estética sino también contra un mínimo de sentido común. Pero, en fin, ya se sabe, en los países de democracias más recientes, países, casi todos, consumidos por el sol, los curas, la corrupción y una tradicional pobreza, los dirigentes políticos parece que aún no han comprendido bien el funcionamiento de los estados democráticos, así que tienden a confundir lo público con lo privado; hablan mucho; se significan demasiado; mienten mal; se dan una importancia que para sí la hubiesen querido los faraones egipcios y son incapaces de disimular que, en realidad, no son más que unas tristes marionetas al servicio de quienes realmente gobiernan las recientes democracias. Y la verdad no creo que haga falta estudiar un Master en Dirección de Empresas Detectivescas en la prestigiosa agencia Pinkerton para averiguar quienes son los que realmente gobiernan lo que desde tiempo inmemorial se conoce como España.

                 La gente, en este país de virreyes autonómicos, está acostumbrada a protestar por cuestiones sentimentales. Ya saben, por todas esas cosas que se discuten en las reuniones familiares o en las cenas de fin de semana con los colegas; o sea, por las bodas de los homosexuales, las supuestas bondades de los santos patrones parroquiales, la calidad metereológica de la aldea donde reside o por sus preferencias futbolísticas, culinarias, taurinas, paisajísticas, etcetera, etcetera.... Todas estas cuestiones sentimentales, de trascendental importancia para el devenir de la humanidad, siempre han preocupado mucho a los ciudadanos de este país. Estos mismos ciudadanos, sin embargo, no suelen mover un músculo cuando los constructores que nos gobiernan arrasan sus comarcas, desfiguran sus pueblos, destrozan su patrimonio histórico, taladran sus tímpanos con las hormigoneras o cuando los alcaldes de sus municipios no solo consienten este atropello sino que lo promueven. En los pueblos costeros, por ejemplo, las obras no cesan ni cuando los modestos contribuyentes disfrutamos - o padecemos, que eso nunca se sabe - de unos cuántos días de merecido descanso. El ruido es una constante. Las zanjas una propuesta deportiva. El polvo un bien nacional y la falta de consideración con el turista una patriótica tradición. Pero aún así la mayoría de los municipios, independientemente del partido político que los administre, pretenden vivir del turismo construyendo campos de golf en los secarrales, piscinas en las barranqueras, burdeles por todas partes y más y más urbanizaciones, más y más adosados, más y más edificios repletos de minúsculos apartamentos que, curiosamente, permanecerán vacíos durante más de diez meses al año. Magnífica manera, por cierto, de resolver el problema de la vivienda. En fin, todas las construcciones que el asombrado viajero contempla con desventura, construidas quedarán, así que nuestros desdichados descendientes, en el desdichado porvenir que les estamos preparando, si algo nos han de agradecer, seguro que será esta descomunal herencia de ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos y nada más.








lunes, 3 de junio de 2013

Insensateces



El mundo viaja a una velocidad que me cuesta seguir. Lo confieso. Las cosas no me duran. Las insensateces de María Dolores de Cospedal, por ejemplo, se me superponen en el cerebro a una velocidad vertiginosa, lo mismo que las canciones en la radio, los libros en el estante, los famosos en la televisión o las personas en el recuerdo. La lentitud es una conquista que he perdido. Lo sé. Lo mismo que ciertos derechos sociales ya que la consigna de este tiempo parece ser devorarlo todo a la mayor velocidad posible, no porque así esté grabado en las Sagradas Escrituras, sino para que todo pueda ser comprado, usado y tirado al igual que se hace con los chicles, la pasta dentífrica, los kleenex o el discurso inútil de los políticos que se han encontrado a sí mismos comiendo, cenando, merendando y hasta desayunando en los restaurante más lujosos del país... En este vertiginoso mundo de aviones supersónicos, satélites, trenes de alta velocidad y ordenadores de última generación, nadie sabe muy bien a donde va. Nadie. Ni siquiera Angela Merkel. Mucho menos Mariano Rajoy y su tropa de "iluminados". Pero por lo visto poco importa donde vayamos, el caso es ir a toda pastilla a través de un mundo donde cada vez van quedando menos cosas sólidas, estables, consistentes – que en este preciso instante recuerde, el fútbol, ciertos vinos de la Rioja, los pinchos de tortilla, las películas de Woody Allen y poco más -. 

Cierto que tarde o temprano todo desaparece. Todo. Hasta los dinosaurios. Pero en esta época, no sé, parece que todo tiende a desvanecerse demasiado precipitadamente, tanto la vida como la muerte, el aroma de las manzanas, los amigos, los matrimonios, la consistencia de las convicciones... 

La ventaja de los nacionalismos – de ahí su extraordinario auge, sobre todo en nuestro destrozado país - es que en un mundo donde nada permanece uno siempre puede aferrarse a una tradición, a una bandera, a una liturgia, en definitiva, a unas cuantas canciones de amor y salitre que se suelen entonar a los postres de abundantes y suculentas cenas. Pero eso es todo. Los demás, los que no hemos encontrado en este asqueroso mundo más nacionalismo que la buena salud de nuestros padres, nos aferramos a lo que buenamente podemos, o sea, al fútbol, a ciertos vinos de la Rioja, a los pinchos de tortilla, a las películas de Woody Allen y a las personas con las que uno, poco a poco, se va haciendo una vida en las mismas calles, casualmente, por las que María Dolores de Cospedal – dios nos asista - va meditando, ahora mismo, la próxima insensatez.