No
hay formula matemática que resulte tan precisa como lo que Marlon
Brando descubrió tras diez años de holgazanería en una de las
islas de su propiedad. Según he leído en una minuciosa biografía
del actor estadounidense, tras diez años retirado en la isla de
Tetiaroa, en el Pacífico Sur, dedicado tan solo a la lectura, a la
contemplación del paisaje, la reconsideración de sus valores y la
minuciosa exploración de cada pequeño pensamiento que pasara por su
mente – según sus propias palabras - el bueno de Marlon descubrió
que “el tiempo pasa y que en esta vida todo dura un instante, tan
solo un instante”. A partir de ahí se desquició del todo. Normal.
Lógico. No hay nada más enloquecedor que freírse continuamente las
neuronas del cerebro con las muchas chorradas que se nos van
acumulando en sus cavidades y además, en este disparatado mundo,
pocas cosas pueden llegar a desquiciarnos tanto como descubrir que
por mucha lata que demos, por mucho que hablemos, protestemos,
follemos, comamos o ganemos dinero – y en todas estas cosas el
bueno de Marlon fue un auténtico maestro -, no estamos hechos más
que de tiempo y que el tiempo, el implacable, que diría Pablo
Milanés, nos va arrastrando hacia territorios desconocidos donde
apenas quedará rastro de las muchas tonterías que hayamos hecho o
de todo lo que, penosa o gozosamente, hayamos conseguido.
El
otoño ha comenzando. No es noticia, pero es un hecho. En esta
estación la especie tiende hacia la melancolía. Esto no solo es
evidente sino que me parece haberlo escrito en todos y cada uno de
los artículos que he dedicado al otoño durante los muchos años en
que vengo mostrando mi limitada visión del mundo en periódicos,
revistas y hojas parroquiales. Durante los primeros días de la
estación que acaba de comenzar, la gente no termina de encerrarse en
sus casas, la larga siesta del invierno aún no ha comenzado y
todavía resulta muy agradable pasear por las calles, por las playas
vacías o por las veredas surcadas de árboles que aún tienen
pendientes en sus ramas las hojas muertas. Mientras los días se
acortan, la savia se retira de los árboles y los colores en la
naturaleza se tornan dorados, calientes, casi, casi víctimas de un
incendio permanente, todo parece dispuesto para que la especie
comience a entretenerse con unos pocos pequeños placeres caseros; ya saben,
hacer puzzles, versos, mermeladas o jerséis de lana, procurando, así, hacer más
soportable la monótona vida de quienes trabajamos hasta el
agotamiento - en el supuesto de que tengamos trabajo, claro - para
enriquecer a quienes nos venden hipotecas, coches, préstamos
bancarios o promesas electorales. Es posible que el otoño, según
muestran tan profusamente los suplementos dominicales de los
periódicos, sea también la estación propicia para cambiar la
decoración de la casa, buscar setas, fracasar elegantemente o
coleccionar remedios naturales contra el próximo resfriado o el
próximo desaliento. No cabe duda que todas estas actividades tienen
una marcada tradición otoñal, aunque tengo para mí que,
finalmente, ha sido la industria de la cultura quién se ha adueñado
de esta estación con su continuo lanzamiento de novedades. Nada más
llegar las primeras lluvias, todos los medios de comunicación,
además de repetirnos hasta la saciedad el resultado de los
interminables partidos fútbol, se llenan con la propaganda de los
“nuevos productos culturales” confeccionados para la nueva
temporada.
Novelas,
películas, canciones, vídeos musicales, estrenos teatrales,
programas televisivos, biografías de los reyes tártaros,
documentales sobre la flora y fauna de la península ibérica, todo
en otoño se nos vende como si fueran auténticas joyas culturales,
producto de las "mentes más despiertas" de nuestro tiempo,
aunque con el transcurrir de las semanas todo o casi todo termina
resultando más reiterativo que un telediario, más rancio que un
discurso de Mariano Rajoy y más cargante que la música de Fito y
los Fittipaldi. Año tras año, estación tras estación, de
septiembre a diciembre y siempre entre los cálidos veranos que
desaparecen tan rápidamente y el agridulce turrón de las próximas
navidades, la poderosa industria de la cultura nos aburre con novelas
prescindibles, películas repetidas, canciones innecesarias, falsos
estrenos, absurdos programas de televisión y demás florituras
producto de las "mentes más creativas" de nuestra época.
Siempre es así. Sin remedio. Aunque, bueno, bien mirado, todo esto
resulta fácilmente comprensible, ya que a fin de cuentas, un humilde
servidor, de acuerdo con su limitada visión del mundo, también
escribe todos los otoños el mismo o parecido artículo. Fuere como
fuere lo cierto es que en estos días primeros del otoño todavía
resulta muy agradable pasear por el campo, aunque solo sea para
desentenderse durante unas cuántas horas de la desmedida ambición
constructora de los alcaldes de nuestras ciudades. Todas las cosas
parecen tener un cansancio y un abandono internos: las laderas de los
montes presentan un resplandor de rescoldo moribundo; los árboles
tienen aún pendientes las hojas muertas y los colores incendiados,
dorados, calientes del paisaje parecen velados por la telaraña
húmeda y azulada de la niebla... Antes de perdernos, de nuevo, en la
aplastante rutina de los telediarios, los políticos,
los partidos de fútbol los horarios escolares, el tedio de los
domingos por la tarde y la desfachatez de quienes nos están
condenando al desempleo masivo, parece, esta, una época propicia
para pasear, al atardecer, por alguno de los bosques de nuestra
comunidad, respirando el aire tibio, transparente, casi, casi
dulzón de los frutos que comienzan a pudrirse, deambulando, así, sin
rumbo fijo mientras se susurra una oración inútil a alguna remota divinidad para que nos procure la salvaguarda de nuestra salud y ya, de paso, meditar -
brevemente, eso sí, no fuera a ser que acabáramos desquiciándonos -
acerca de lo que Marlon Brando descubrió hace ya muchos, muchos
años: que el tiempo pasa y que en esta vida todo dura un instante,
tan solo un instante.
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