No es que crea demasiado en eso de las generaciones pero, bueno, según consta en mi certificado de nacimiento, me parece que formo parte de la última generación que durante su infancia, adolescencia y primera juventud, obedeció, casi marcialmente, a sus padres. La misma generación que ahora, marcialmente, obedece a sus hijos. Según he podido comprobar a lo largo de mi biografía nunca hemos tenido ni demasiado carácter ni demasiadas creencias, de modo que nuestros hijos tampoco es que tuvieran que esforzarse demasiado para hacer con nosotros lo que han querido. Hemos hecho de todo, pero fundamentalmente hemos tenido que trabajar hasta el agotamiento para no frustrar las posibilidades de nuestros descendientes, dándoles, de paso, todo lo que nos han pedido: los mejores potitos, las mejores excusas, los mejores colegios, las mejores fiestas de cumpleaños, los mejores raquetas de padel, el coche más deslumbrante que había en el concesionario, en fin, de todo; de todo, eso sí, menos nuestra presencia... Seguramente, por eso, durante su infancia, no tuvimos el menor inconveniente en dejarlos al cuidado de nuestros padres o de admirables muchachas extremeñas, colombianas, argentinas o ecuatorianas, mientras nosotros procurábamos ganar todo dinero del mundo haciendo las horas extras que fueran necesarias, cerrando tratos comerciales en interminables almuerzos de trabajo, reuniéndonos con el asesor financiero para arrear algún que otro sartenazo en la bolsa o haciendo transbordos de un avión a otro para abrir mercados en el Perú, las Hurdes, el Matogrosso, el islote de Perejil o la Conchinchina.
Con
nuestros padres, mal que bien, hemos hecho más o menos lo mismo.
Tras el primer síntoma de demencia, halitosis, caspa seborreica o
cansancio vital los hemos dejado solos o al cuidado de las admirables
muchachas extremeñas, colombianas, argentinas o ecuatorianas. Eso
sí, con el móvil bien ubicado en la mesilla de noche y las
puntuales visitas de los domingos y otras fiestas de guardar para
recabar información acerca de los parientes perdidos o enfermos. Eso
los progenitores más afortunados, ya que según recientes
estadísticas promulgadas por la ONG Solidarios para el Desarrollo,
surgida en la Universidad Complutense de Madrid, en nuestro país hay
más de ocho millones de personas mayores de sesenta y cinco años,
de las cuales casi dos millones viven totalmente solas sin más
cuidados que las que ellas mismas pueden procurarse. La cifra se
triplica con la llegada del verano ya que muchas familias que,
durante el año, atienden como buenamente pueden a sus progenitores,
deciden tomarse, durante los meses estivales, vacaciones a tiempo
completo en el cuidado de sus mayores a los que abandonan en sus
casas, en los geriatricos, en los servicios de urgencia de los
hospitales, en las gasolineras o en el descampado de algún centro
comercial, que de todo hay en la viña del señor...
Nuestros
hijos han crecido. No sé bien cómo, por qué, ni para qué, pero el
caso es que han crecido. Durante todo este tiempo han desarrollado un
lenguaje que apenas entendemos. Han encontrado unas aficiones que
jamás hubiéramos supuesto. Se han habituado a mirarnos de arriba
abajo como si sopesaran el verdadero alcance de nuestras debilidades
y han decidido habitar la residencia familiar como si hace ya tiempo
que hubieran tomado el mando. De este modo lo habitual, ahora, es
toparse con sus interminables exigencias cada vez que regresamos al
domicilio tras unas cuantas horas extras de faena, tras un
interminable almuerzo de trabajo, tras una reunión con el asesor
financiero o tras bajar de un avión transoceánico; eso sí, siempre
con el tiempo justo, nuestras frustraciones a cuestas, los
resentimientos intactos y todo el cansancio del mundo acumulado en la
espalda, en el cuello, en la cabeza o en las infladas pelotas. Según
consta en mi certificado de nacimiento formo parte de la última
generación que durante su infancia, adolescencia y primera juventud,
obedeció, casi marcialmente, a sus padres. La misma generación que
ahora, marcialmente, obedece a sus hijos. O sea, en contra de lo que
siempre habíamos supuesto, nosotros, los “liberados por el sexo,
las drogas, el rock & roll y la transición democrática”,
nunca hemos sido otra cosa que "unos mandaos".
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