Toda
mi vida yo he sido siempre yo. Nunca he sido otro. Lo cual, como
cualquiera que haya conseguido superar la adolescencia ya sabe, no
resulta nada fácil de sobrellevar. Seguramente por eso siempre me ha
gustado tratar con actores, mezclarme en sus vidas, aunque solo fuera
para compartir mentiras, carcajadas, breves maldades o para pagar las
consumiciones. Esto es lo que este mediodía hago: charlar de lo
divino y de lo humano con un actor que ha llegado de Madrid para
pasar el fin de semana devorando platos típicos de la cocina
cántabra – esta costumbre, por cierto, resulta bastante habitual
entre los madrileños; tal vez porque no encuentran otra manera de
entretenerse durante los largos meses del invierno o tal vez porque
esta cocina ha sido desmesuradamente mitificada por los gastrónomos,
la dieta pantagruélica, una literatura desoladoramente costumbrista
y algunas promociones televisivas que seguramente se han visto
demasiado. El caso es que este buen hombre, cuarentón ya, actor
fundamentalmente de películas de escaso presupuesto, corpulento,
coleccionista de fracasos y muy dado a la locuacidad, tiene una
teoría para casi todo, más o menos como cualquier españolito que
se precie de ello, aunque en el caso que nos ocupa su fervor me
parece más propio de un ferviente partidario del burkha, la
lapidación y la ablación del clítoris que de un miembro de la
farándula. Este mediodía, por ejemplo, trata de demostrarme que la
juventud de nuestro tiempo ha
sido desactivada como manifestación ideológica, como movimiento de
masas, lo mismo que en su día ocurriera con los hippies, el
pacifismo, la contracultura, el feminismo, los sindicatos, el rock
and roll y las doctrinas socialistas. Según él los jóvenes de
nuestra época hace ya tiempo que no tienen la más mínima
influencia política, social o económica, porque en su día fueron
devorados por la publicidad. “Sin
oponer resistencia. Ninguna resistencia. Ni la más mínima” –
sentencia mientras separa las cebolletas, los pepinillos y las
alcaparras del plato de aceitunas que el camarero, diligentemente, ha
colocado entre dos botellines de cerveza.
“Los
jóvenes de ahora no tienen iniciativa. Las cosas les han hechizado.
Les
estamos dejando el planeta hecho unos zorros, pero no parece que esto
les preocupe demasiado, incluso me atrevería decir que ni siquiera
tienen el más mínimo interés en cuestionarnos los muchos
disparates que estamos cometiendo. Talamos diariamente toneladas de
árboles, contaminamos los ríos, vertemos petróleo al mar, hacemos
agujeros en la capa de ozono, derretimos glaciares, extinguimos
especies animales, pero los jodidos cabrones que habitarán este
planeta cuando nosotros ya estemos criando malvas, no parecen tener
más aspiración que poseer un coche, chatear, mandar mensajes
estúpidos a través del móvil, beber durante el fin de semana como
poetas rusos desquiciados y permanecer en la casa de sus padres hasta
que un trabajo cualquiera les permita comprarse sus propios
ordenadores, videojuegos, compactos, portátiles, deuvedes,
reproductores de mp3 y demás chorradas... El futuro les pertenece
pero todas sus aspiraciones se concentran en las cosas tangibles del
presente” – sentencia de
un modo decidido, tajante, firmemente convencido de lo que está
diciendo mientras gesticula con las manos como una vendedora de
bisutería barata y mostrándose
menos pendiente de las aceitunas, las alcaparras, los pepinillos y
las cebolletas –. “La música barata les obsesiona. Los
escaparates les fascinan. La red internauta, en contra de lo que
ellos suponen, no hace otra cosa que mantenerles tanto o más
aislados que a un grupo de científicos leprosos que se hubieran
encerrado en una base del Círculo Polar Artico... Eso sí, para ser
honestos, también es cierto que la mayoría de ellos están
limitados por el trabajo que no tienen...”.- “Según tengo
entendido” – digo – “También hay jóvenes que pasan los
fines de semana cuidando ancianos o dando clases a los hijos de los
inmigrantes...”. - “Ya” – contesta apresuradamente– “Y
ecologistas. Y voluntarios de la Cruz Roja. Y becarios que trabajan
doce horas al día por un salario de mierda, pero, por lo general,
son jóvenes aislados, voluntariosos, con escasísima relevancia
social”.
La
música que se escucha a través de los altavoces colocados en las
esquinas del bar son un repertorio con las mejores canciones de
Melendi, Amaia Montero, Andy y Lucas, El Canto del Loco y Fito y los
Fittipaldi.
La
decoración del local es una consecuencia de este hecho.
También venden morcillas de puerro.
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