miércoles, 7 de mayo de 2014

La desfachatez


Haber nacido con el defecto de tener buen corazón – defecto del que no se es responsable – se ha convertido actualmente en un grave obstáculo para afrontar la vida moderna. Cualquiera que llegue a este asqueroso mundo con el natural demasiado bondadoso y se encuentre con que está rodeado de una manada neoliberal, instalada bajo el mandato del pensamiento único, tendrá que soportar una catarata de sonrisas irónicas cuando en la sobremesa que festeje cualquier estúpido aniversario – la décimo tercera conmemoración, por ejemplo, de haber recibido la primera bofetada en el colegio – comience a lamentarse por la suerte de los desheredados, los inmigrantes subsaharianos, los perseguidos, las prostitutas esclavizadas, los desempleados, los mendigos sin techo, los niños que diariamente mueren de hambre o por cualquiera de los otros deshechos que nuestro globalizado planeta produce. Nadie dudará que sea un buen muchacho, pero sin duda todos le tomarán por un idiota; un idiota al que probablemente se le habrán derritido las neuronas debido a demasiadas lecturas inapropiadas, demasiados porros, demasiadas películas transcendentales y demasiadas canciones escuchadas en aquellas polvorientas emisoras hippies que hoy, afortunadamente, se han reconvertido en rentables radios-fórmula horteras. Lo habitual será que sus familiares, amigos y demás allegados le consideren un pobre gilipollas que, aún sabiendo que este perro mundo no tiene arreglo, no se conforma, el muy imbécil, con su utilitario tuneado, su móvil de última generación, su televisor con pantalla de plasma liquida y con el dinero que le permite emborracharse todos los sábados, y vísperas de fiesta, en la discoteca de su barrio.

No hay nada que resulte menos provechoso que estar del lado de las víctimas de este desdichado planeta. Nuestra historia más reciente, sobre todo la de los vascos y las vascas, lo ha puesto de manifiesto tantas veces que no creo que merezca la pena hacer hincapié en ello.



La única manera de afrontar la vida moderna con ciertas garantías de éxito es poseyendo el don de la desfachatez – cualidad de la que tampoco se es responsable, aunque con un buen entrenamiento puede llegar a adquirirse. La desfachatez, la auténtica, la implacable, procura, por lo general, individuos dispuestos a tragar con carros y carretas con tal de situarse, siempre, un escalón por encima de los demás. Hombres y mujeres sin escrúpulos, principios, ni convicciones, pero totalmente convencidos de todo lo que dicen, piensan, hacen, conspiran, manipulan, traicionan o mienten. Unidimensionales, resentidos, tajantes en su arrogancia, decididos, prácticos, arribistas, despiadados y, por supuesto, tanto o más patriotas que la bandera. Limitados en su imaginación pero tremendamente concretos en su ambición. Personas que con la misma tranquilidad con la que sobornan a un concejal de urbanismo para levantar murallas arquitectónicas sobre arenales de dominio público, se meriendan a su propia madre si eso les proporciona poder, dinero, información privilegiada, cierta relevancia social y de paso un jet privado con el que pasearse por este globalizado planeta para soltar chorrada tras chorrada en conferencias millonariamente pagadas. Países como el nuestro, perezosos, poco productivos, faltos de cualquier curiosidad cultural y científica, e históricamente castigados por el sol, los curas, la corrupción y una tradicional pobreza, han propiciado, siempre, la propagación de esta clase de sujetos: hombres y mujeres que, ya desde los Reyes Católicos, buscando su ascenso social, no se han dedicado a otra cosa que a saquear al estado, pero, eso sí, siempre proclamando a los cuatro vientos que "sus putas vidas" las han dedicado por entero a servir - con mucho esfuerzo, mucha dedicación y, sobre todo, mucho, mucho sacrificio - a la Sacrosanta Patria