La despedida del
verano, además de un recurso literario que ha alentado algunos de
los mejores párrafos de las novelas de Scott Fitzgerald, tiene
siempre un regusto agridulce a infancia perdida, jaulas de grillos,
rabos de lagartija, mermelada de higos, moras en los matorrales y
racimos de uva en la parra. Hayamos estado de vacaciones en una
mansión rural sepultada en el viñedo bordelés, en un diminuto
apartamento de la arrasada costa mediterránea, en alguna capital
centroeuropea repleta de panteones, estatuas, bibliotecas y
catedrales o hayamos permanecido ferozmente escondidos en la
habitación menos calurosa de la residencia habitual, lo que siempre
nos suele quedar del verano son unas cuantas fotografías que el
tiempo se encargará de amarillear, la sensación de no haberlo
apurado del todo, ese regusto agridulce que nos remonta a los largos
días de la infancia y unos cuantos tópicos más que año tras año
se repiten por estas fechas como frutos propios de la estación –
que le vamos a hacer, la naturaleza humana además de por el tedio,
suele estar condicionada por los tópicos, los lugares comunes, la
demagogia de los políticos y la ilusa pretensión de la libertad.
Conozco personas con bastante sentido común que nada más regresar
de las vacaciones se proponen no leer un periódico nunca más, no
tener en cuenta las declaraciones de los políticos, hacer una
fabulosa pira funeraria con todos los transistores que haya en la
casa o destrozar la televisión a hachazos. Todos los años la
historia se repite. Una vez terminado el verano hay personas que
regresan de las vacaciones hastiadas del tiempo que les ha tocado
vivir y hacen todo lo posible para no tener ningún contacto con la
realidad nuestra de cada día. Los suplementos dominicales de los
periódicos, por ejemplo, para que este repentino enfrentamiento con
la realidad no nos suponga trauma alguno, se llenan de numerosos
artículos con recomendaciones para iniciar la nueva temporada con la
mejor disposición posible. Las propuestas son tan variadas que lo
mismo nos recomiendan iniciar una dieta antioxidante a base de frutos
secos, verduras, yogures, plátanos, pescado azul y pan integral, que
nos aconsejan invertir todas las mañanas unos diez minutos en
desentumecer cada uno de los músculos agarrotados con unos sencillos
ejercicios de estiramiento; gimnasia, que le dicen, para prevenir la
desgana, el decaimiento o la fatiga de media mañana. De la misma
manera que sucede durante los primeros días de cada nuevo año,
estos últimos días del verano también son una época de
propósitos. Nada más regresar a nuestra rutina habitual, temiendo
tal vez la monotonía de los horarios laborales o el aburrimiento de
una vida sin demasiado sentido, todos, en mayor o en menor medida,
nos proponemos algo.
En muchas
localidades costeras de nuestra comarca, por ejemplo, los
propietarios de los barcos de vela, al dar por terminada su estancia
en el mar, amarran el velero en la dársena, enrollan el foque,
pliegan la vela sobre la botavara, la cubren con la capota, cierran
el tambucho del camarote y regresan a la ciudad, prometiéndose, como
otras veces, que cada fin de semana regresaran al barco para navegar
sobre las aguas. Nadie regresa. El barco permanecerá atracado todo
el año a merced de los pájaros y durante el invernaje gemirán sus
amarras en los temporales, cabeceará el casco sobre las olas con una
cadencia monótona, el mástil será azotado por las jarcias en los
días de viento y sobre su cubierta se amontonarán los crepúsculos,
los amaneceres, las noches suaves con estrellas muy claras, el sol
más terrible y las constantes lluvias oblicuas. Todo esto constituye
la memoria de la vida que nunca vivimos; aquella que, una vez
terminado el verano, queda sepultada bajo los coches bomba que
continúan estallando en Irak, el rostro metálico y huidizo de los
locutores del telediario, el tráfico de los lunes lluviosos, el
pánico que nos van a inducir ante la nueva gripe, los partidos de
fútbol de cada domingo y todo lo que tenemos que hacer para ganarnos
el pan nuestro de cada día. Pero mientras tanto, ahora, en estos
primeros días de septiembre, lejos ya del intenso calor que hemos
padecido, en los pueblos costeros todavía permanecen abiertos
algunos restaurantes baratos donde se cocinan pescados a la parrilla:
gambas, pulpos, carnosas sardinas, hermosos dentones, fabulosos meros
de cabeza enorme, cuerpo musculoso, cola potente y una piel
resbaladiza y oscura tocada de pequeñas manchas amarillentas. Antes
de penetrar de nuevo en los sinsabores de la política, el vértigo
laboral, la oscuridad del invierno y las limitaciones que nos
procuran los espacios reducidos, conviene detenerse un instante en
alguno de estos locales y entre bocado y bocado, descorchar una
botella de algún vino blanco de la tierra - frío, seco,
transparente - y brindar por el esplendor de los días perdidos, las
siestas de la sobremesa, las noches breves, el rumor lejano de las
olas estallando contra las rocas y los paisajes que, como estampas de
un tiempo misteriosamente recobrado, se han extendido ante nuestros
ojos bajo un sol mudo, tenaz, abrasador y casi, casi hebraico. Este
es el último placer que el verano nos reserva: su despedida.
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