En las sociedades desarrolladas de nuestro hemisferio occidental el fascismo es siempre una posibilidad. No tan remota como pudiera parecer. Una posibilidad que durante la década de los noventa, por ejemplo, impulsó la limpieza étnica en los Balcanes, incorporó un partido fascista al primer gobierno italiano de Berlusconi, propició la violencia de los cabezas rapadas contra los inmigrantes en Inglaterra, Alemania o Escandinavia y facilitó el inicial ascenso de Le Pen al segundo lugar en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas del dos mil dos. Cuando determinados grupos humanos se creen en posesión de la verdad, se presentan ante la sociedad como víctimas y no consiguen sus propósitos mediante métodos democráticos, siempre existe la tentación fascista de enfundarse la camisa negra, colocarse una llamativa hebilla de plata en el cinturón, aclararse la garganta y con el pistolón en la mano proclamar a los cuatro vientos que hay que hacerse cargo de la situación, que ya no hay por qué escuchar más argumentos, más posiciones, más razonamientos, que las cosas se van a enderezar sin necesidad alguna de parlamentos, elecciones, diputaciones y demás zarandajas democráticas... Esta es la actitud suicida que propició que durante las primeras décadas del siglo pasado se extendieran por Europa los movimientos totalitarios que culminaron con las dos desastrosas guerras mundiales.
En la
actualidad los movimientos fascistas están creciendo de nuevo en
Europa debido, a mi juicio, a la crisis económica y social, al
descenso del poder adquisitivo, el aumento del paro y la pobreza, al
racismo, al imparable desprestigio de una clase política copada por
los más estúpidos de la manada, marcada por una corrupción casi,
casi, institucionalizada y a una más que discutible política
neoliberal. Muchas formaciones fascistas han experimentado un rápido
e inesperado crecimiento, tanto electoral como social, como se ha
podido comprobar en las ultimas elecciones celebradas tanto en
Finlandia como en Francia. A menudo su éxito ha partido de pequeñas
victorias locales que han servido para impulsarse, luego, a la
totalidad del estado. Este progreso del fascismo en nuestro
avejentado continente se ha plasmado en el crecimiento electoral de
estos partidos como se puede comprobar en la actual composición del
Parlamento europeo, por ejemplo, cuyo sistema electoral por
circunscripciones grandes favorece su representación, donde pasaron
de ocupar 19 a 35 escaños tras las elecciones de 2009.
La
idea fascista del monolito, la idea totalitaria de que todos debemos
ser como ellos, hoy la hallamos por todas partes, pero, atendiendo a
lo que nos concierne, también se halla en muchos de los
planteamientos nacionalistas que durante lustros llevan dándose en
la vida politica, económica y social de nuestra dividida España.
Los diferentes nacionalismos que conviven en nuestro estado están
fundamentalmente basados en conceptos tan arbitrarios como la
"autenticidad" – ya saben, esa constante retahila que
tanto se repite de ¿quienes son los auténticos catalanes, los
autenticos vascos, los auténticos gallegos o los auténticos
españoles? -. Para todos estos nacionalismos los "auténticos"
son unicamente quienes pertenecen a un grupo que tiene como señas de
identidad las impuestas por los propios nacionalistas; aquellos que
consideran que el grupo está por encima de cualquier derecho
individual; quienes creen que su grupo es una víctima de la
historia, que temen por su decadencia debido a los efectos corrosivos
del liberalismo individual, las influencias extranjeras y la invasión
de los emigrantes; aquellos que, en definitiva, consideran que su
grupo tiene derecho a dominar a otros sin limitaciones de ninguna
clase, tanto las que provienen de las leyes divinas como de las leyes
humanas. Reminiscencias del fascismo, más o menos sutiles, pero
reminiscencias. El sentimiento de pertenencia a un “pueblo
oprimido”, como habitualmente se suelen presentar ante la sociedad
nuestros partidos nacionalistas, puede, incluso, justificar cualquier
disparate, ya sea discutir sobre la conveniencia o no de hacer
desaparecer la bandera nacional de las instituciones públicas o
sobre la necesidad de educar a nuestros descendientes tan solo en
catalán, por ejemplo, o en vasco o en gallego... Lo cual llevado a
sus últimas consecuencias explicaría por qué tantas veces algunos
dirigentes nacionalistas del País Vasco, por ejemplo, trataron de
justificar, comprender o minimizar los brutales destrozos causados
por la última banda terrorista que opera en Europa. Para que este
disparate no vuelva a suceder esta es la exigencia, a mi juicio, que
nuestro estado democrático debe de reclamar de un modo inmediato a
la coalición Bildu, heredera de lo que durante años fuera llamado -
mal llamado, por cierto, - la izquierda abertzale: hasta que sus
representantes, ampliamente elegidos en los últimos comicios
electorales, no se desmarquen contundente, lapidaria e
inequivocamente de ETA, la tentación del fascismo volverá a estar
presente, de nuevo, en todos los pueblos y todas las ciudades de la
complicada y castigada comunidad autónoma vasca.
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