Hace unos
cuántos años, antes de que la televisión se convirtiera en un
miembro más de la familia – por lo general en el más escuchado –
los pobres del mundo entero comían el mendrugo de pan, el arroz
amargo o las patatas asadas del cuadro de Vincent Van Gogh sin que
nada ni nadie les pasara constantemente por las narices todos los
bogavantes, todas las lubinas, todas las piernas de cordero o todos
los whiskies de 12 años que ellos no podían adquirir. Los pobres,
entonces, además de piojos, hambre, hijos muertos y escasas
posibilidades de ascender socialmente, tenían el consuelo de
desconocer lo que ocurría a su alrededor, asi que llamaban señoritos
a los hijos de los patronos, se emborrachaban los días de fiesta,
escupían al suelo cuando los conspiradores de turno les hablaba de
justicia social y acudían puntualmente a la iglesia para que los
sacerdotes, desde el púlpito, les prometieran las recompensas del
más allá, o sea el paraíso celestial, si seguían cumpliendo a
rajatabla los mandamientos impuestos por el dios del Antiguo
Testamento. Ignorantes, fatalistas, analfabetos, resignados y
serviles – sobre todo antes de Lenin – durante todo esos años
los pobres fueron cadaveres en las guerras, sirvientes o jornaleros
en la paz y más que nada un requisito imprescindible de cualquier
sociedad desarrollada para que los patronos pudieran ejercer con
ellos el derecho de pernada y para que las damas de buenas familias
pudieran poner en práctica eso tan entretenido de la caridad
cristiana.
Las cosas
han cambiado. Las mejoras en nuestro mundo occidental, a cien años
vista, son más que considerables, pero tal vez la diferencia más
significativa entre los pobres de ahora y los del pasado sea la
información. Los de ahora disponen de la misma o parecida
información que los ricos. Lo saben todo o casi todo: lo poco que
cuesta la muerte y lo mucho que cuesta la vida. La televisión,
principalmente, les mantiene al corriente de todo aquello que se
puede obtener mediante el dinero: los viajes, los coches, las
ensaladas de langostino y caviar, la salud, las viviendas con jardín
adosado, los cuerpos danone, la impunidad, el respeto de los demás,
etcetera, etcetera... No habiendo así más secretos que los que
conciernen a la seguridad de los Estados, los pobres de esta época
anhelan, en una lógica, justa e inevitable ambición, todo aquello
que está expuesto en el escaparate de nuestra sociedad de consumo;
es decir, los viajes, los coches, las ensaladas de langostino y
caviar, la salud, las viviendas con jardín adosado, los cuerpos
danone, la impunidad, el respeto de los demás, en definitiva, un
estilo de vida que parece diseñado por las agencias de publicidad y
que, en contra de lo que, durantes siglos, ha promulgado nuestra
tradición catolica, no admite más paraísos que los inmediatos ni
más recompensas que las que se obtienen mediante el dinero.
Por
supuesto, nada de lo dicho es una justificación. Más bien es una
profecía.
Ya
saben, hay días en que uno, aburrido de sus propias limitaciones, se
levanta, no sé, como crecido e, imbuido por el espiritu
de Octavio Aceves, decide subirse a lo alto de una montaña y
profetizar algo, ya que, después de todo, ¿a quién rinden cuentas
tantos profetas como andan sueltos por ahí... ?.