El mundo viaja
a una velocidad que me cuesta seguir. Lo confieso. Las cosas no me
duran. Las insensateces de María Dolores de Cospedal, por ejemplo,
se me superponen en el cerebro a una velocidad vertiginosa, lo mismo
que las canciones en la radio, los libros en el estante, los famosos
en la televisión o las personas en el recuerdo. La lentitud es una
conquista que he perdido. Lo sé. Lo mismo que ciertos derechos
sociales ya que la consigna de este tiempo parece ser devorarlo todo
a la mayor velocidad posible, no porque así esté grabado en las
Sagradas Escrituras, sino para que todo pueda ser comprado, usado y
tirado al igual que se hace con los chicles, la pasta dentífrica,
los kleenex o el discurso inútil de los políticos que se han
encontrado a sí mismos comiendo, cenando, merendando y hasta
desayunando en los restaurante más lujosos del país... En este
vertiginoso mundo de aviones supersónicos, satélites, trenes de
alta velocidad y ordenadores de última generación, nadie sabe muy
bien a donde va. Nadie. Ni siquiera Angela Merkel. Mucho menos Mariano Rajoy y su tropa de "iluminados". Pero por lo
visto poco importa donde vayamos, el caso es ir a toda pastilla a
través de un mundo donde cada vez van quedando menos cosas sólidas,
estables, consistentes – que en este preciso instante recuerde, el
fútbol, ciertos vinos de la Rioja, los pinchos de tortilla, las
películas de Woody Allen y poco más -.
Cierto que tarde o temprano
todo desaparece. Todo. Hasta los dinosaurios. Pero en esta época, no
sé, parece que todo tiende a desvanecerse demasiado
precipitadamente, tanto la vida como la muerte, el aroma de las
manzanas, los amigos, los matrimonios, la consistencia de las
convicciones...
No hay comentarios:
Publicar un comentario