Haber nacido con
el defecto de tener buen corazón – defecto del que no se es
responsable – se ha convertido actualmente en un grave obstáculo
para afrontar la vida moderna. Cualquiera que llegue a este asqueroso
mundo con el natural demasiado bondadoso y se encuentre con que está
rodeado de una manada neoliberal, instalada bajo el mandato del
pensamiento único, tendrá que soportar una catarata de sonrisas
irónicas cuando en la sobremesa que festeje cualquier estúpido
aniversario – la décimo tercera conmemoración, por ejemplo, de
haber recibido la primera bofetada en el colegio – comience a
lamentarse por la suerte de los desheredados, los inmigrantes
subsaharianos, los perseguidos, las prostitutas esclavizadas, los
desempleados, los mendigos sin techo, los niños que diariamente
mueren de hambre o por cualquiera de los otros deshechos que nuestro
globalizado planeta produce. Nadie dudará que sea un buen muchacho,
pero sin duda todos le tomarán por un idiota; un idiota al que
probablemente se le habrán derritido las neuronas debido a
demasiadas lecturas inapropiadas, demasiados porros, demasiadas
películas transcendentales y demasiadas canciones escuchadas en
aquellas polvorientas emisoras hippies que hoy, afortunadamente, se
han reconvertido en rentables radios-fórmula horteras. Lo habitual
será que sus familiares, amigos y demás allegados le consideren un
pobre gilipollas que, aún sabiendo que este perro mundo no tiene
arreglo, no se conforma, el muy imbécil, con su utilitario tuneado,
su móvil de última generación, su televisor con pantalla de plasma
liquida y con el dinero que le permite emborracharse todos los
sábados, y vísperas de fiesta, en la discoteca de su barrio.
No
hay nada que resulte menos provechoso que estar del lado de las
víctimas de este desdichado planeta. Nuestra historia más reciente,
sobre todo la de los vascos y las vascas, lo ha puesto de manifiesto
tantas veces que no creo que merezca la pena hacer hincapié en ello.
La
única manera de afrontar la vida moderna con ciertas garantías de
éxito es poseyendo el don de la desfachatez – cualidad de la que
tampoco se es responsable, aunque con un buen entrenamiento puede
llegar a adquirirse. La desfachatez, la auténtica, la implacable,
procura, por lo general, individuos dispuestos a tragar con carros y
carretas con tal de situarse, siempre, un escalón por encima de los
demás. Hombres y mujeres sin escrúpulos, principios, ni
convicciones, pero totalmente convencidos de todo lo que dicen,
piensan, hacen, conspiran, manipulan, traicionan o mienten.
Unidimensionales, resentidos, tajantes en su arrogancia, decididos,
prácticos, arribistas, despiadados y, por supuesto, tanto o más
patriotas que la bandera. Limitados en su imaginación pero
tremendamente concretos en su ambición. Personas que con la misma
tranquilidad con la que sobornan a un concejal de urbanismo para
levantar murallas arquitectónicas sobre arenales de dominio público,
se meriendan a su propia madre si eso les proporciona poder, dinero,
información privilegiada, cierta relevancia social y de paso un jet
privado con el que pasearse por este globalizado planeta para soltar
chorrada tras chorrada en conferencias millonariamente pagadas.
Países como el nuestro, perezosos, poco productivos, faltos de
cualquier curiosidad cultural y científica, e históricamente
castigados por el sol, los curas, la corrupción y una tradicional
pobreza, han propiciado, siempre, la propagación de esta clase de
sujetos: hombres y mujeres que, ya desde los Reyes Católicos,
buscando su ascenso social, no se han dedicado a otra cosa que a
saquear al estado, pero, eso sí, siempre proclamando a los cuatro
vientos que "sus putas vidas" las han dedicado por entero a
servir - con mucho esfuerzo, mucha dedicación y, sobre todo, mucho,
mucho sacrificio - a la Sacrosanta Patria