Los
grandes negocios en nuestro país siempre vienen precedidos de
grandes declaraciones de amor a la patria. Los grandes disparates
también, pero, bueno, a esto ya estamos bastante más acostumbrados.
Los ministros franquistas fueron unos consumados maestros en la
práctica de hacer caja tras profesar su profundo amor por el cerdo
ibérico, la tortilla de patatas, la Virgen
del Pilar,
el Real Madrid,
el brazo incorrupto de Santa
Teresa
y demás símbolos patrios, por lo que no resulta nada extraño que
los políticos actuales - descendientes naturales de tan perspicaces
mandatarios - hayan conseguido perfeccionar esta práctica hasta
convertirla casi, casi en una disciplina artística. Los políticos
nacionalistas, por ejemplo, lo bordan, los muy cabrones es que lo
bordan, sobre todo los catalanes, por no hablar de los vascos,
claro... Así cada vez que escucho a cualquiera de los muchos
dirigentes de nuestro disparatado país manifestar su profundo
sentimiento de amor al estado, la provincia, la ciudad, el caserío o
la casa de putas que le viera nacer hago un rápido calculo mental de
los cuartos que me van a quedar cuando este profundo sentimiento de
amor se concrete en un nuevo tributo a pagar. Nunca falla. Tras unas
cuantas sentidas declaraciones de amor patrio siempre hay un listo –
estatal, autonómico o municipal - que pretende cobrarte hasta por
respirar el aire que respiras.
Aunque resulte
contradictorio, sobre todo teniendo en cuenta la situación económica
de una notable mayoría de ciudadanos, parece ser que, atendiendo al
discurso de ciertos dirigentes nacionalistas, lo único que tenemos
son problemas de ricos. Nada grave, aunque desconcertante ya que no
estamos habituados. No sabemos cuál es nuestra identidad. En fin...
Los subsaharianos que asaltan nuestras vallas y a los que alegremente
les recibimos con un variado surtido de disparos de balas de goma, no
saben que nosotros no sabemos quiénes somos, pero bueno, para
trabajar como temporeros en nuestros campos, albañiles en nuestras
desmesuradas construcciones o traficantes en nuestros barrios bajos
parece, no sé, como si les importara un rábano descubrir si, en
realidad, somos una nación de naciones, una nación de
nacionalidades o un burdel con pretensiones.
Tras más de treinta
años de democracia constitucional estamos ahora en un proceso de
cotidianas discusiones acerca de Cataluña y su encaje o
desencaje en el Estado Español; podríamos estar en un
periodo de reforestación, ilustración, regeneración hídrica,
desarrollo tecnológico o investigación judicial que limitara la
colosal corrupción urbanística que ha tenido lugar en nuestros
ayuntamientos – atendiendo, sobre todo, a la urgente necesidad de
proteger los escasísimos solares patrios que nos quedan -, pero no,
estamos enredados, de nuevo, en cuestiones identitarias o sea en un
interminable proceso de reformas de los estatutos de autonomía.
Primero fue el mal llamado plan Ibarretxe, luego la reforma
estatutaria aprobada por las cortes valencianas, más tarde la
modificación del estatuto de Cataluña y ahora ya se verá.
Vigilen su cartera. Aunque no sean catalanes. Vigílenla porque tras
más de treinta años de democracia constitucional parece que nuestro
país se encamina, fatalmente, hacia el modelo democrático italiano.
Ya saben, mucho patriotismo, mucha palabrería, mucho sentimiento de
profundísimo amor a las tradiciones, la familia, la virgen maría,
las hortalizas locales y el equipo de fútbol del barrio, pero, eso
sí, todo controlado por unas cuántas mafias que se dedican a hacer
negocio aprovechándose de la ignorancia, la ingenuidad, las
desmedidas emociones y el exceso de sentimentalismo que, durante
años, siglos, civilizaciones casi enteras, nos ha caracterizado a
los españolitos de a pie.