Lo miramos todo. Todo menos a los demás. Nos pasamos las horas, los días, los años mirando imágenes en las múltiples pantallas con las que nos están distrayendo; miramos partidos de fútbol, esquelas, concursos, películas, videos en youtube; miramos cualquier cosa, lo que sea, fotografías de lejanas ciudades, gatos haciendo monerías, hombres cocinando, mujeres cocinando, niños cocinando, animales cocinando, cualquier cosa con las que nos mantenemos, solitarios, hora tras hora, frente a la pantalla del televisor o del ordenador. Lo miramos todo. Incluso, de cuando en cuando, para tratar de averiguar la estatura exacta de nuestro desconcierto también nos miramos en los espejos y, a veces, solo a veces, de regreso a casa, sorteando farolas, mendigos, papeleras o repentinos aguaceros, nos miramos, también, de reojo, en la luna oscura de algún escaparate para comprobar si tras un largo día de trabajo o de búsqueda de trabajo, aún conservamos el rostro con el que, de amanecida, hemos salido de nuestro domicilio.
No
vemos a los demás. No porque no existan sino porque no disponemos de
tiempo para certificarlo, arrinconados, como estamos, en nosotros
mismos, pendientes, tan solo, de la pantalla de nuestro móvil,
nuestro ordenador o nuestro televisor. Nosotros, de acuerdo con la
moral calvinista que tan profundamente ha calado en nuestra monótona
sociedad, no tenemos más obligación que la de ganar dinero, pero
aquellos a los que nunca miramos, o sea, los demás, ¿que demonios
deben hacer los demás?: ¿servirnos de felpudos, de clientes, de
estímulos sexuales; aglutinarse en masa para vitorear a Cristiano
Ronaldo, mendigar la esclavitud de un miserable jornal, seguir las
directrices de este gobierno y pagar, continuamente, los muchos
desmanes cometidos por los habituales estafadores de siempre –
lease Bankia, por ejemplo, - mantenerse a la espera de que algún
día, alguna deidad les libre, milagrosamente, de la pobreza, el
tedio, la soledad o ignorarnos del mismo modo que nosotros les
ignoramos?. Cierto que todavía hay personas solidarias, generosas,
preocupadas por los demás, dotadas de la rara capacidad no solo de
ver a los otros, sino también de comprenderles sin juzgarles, de
ayudarles sin comprometerles, pero mucho me temo que son tan escasas
como la humildad en casa de José María Aznar o el marisco fresco en
una paella de chiringuito.
El
planeta es un hormiguero de gente. No se sabe muy bien por qué ni
para qué pero el planeta esta repleto de individuos e individuas -
que diría el "brillante" Juan José Ibarretxe – tratando
de encontrarle un sentido a este deambular de ninguna parte a ninguna
parte, pero, aún así, a cuanta más gente, menos capacidad tenemos
para ver a los demás; a no ser, claro está, que de un modo u otro
nos convenga. El otro, al parecer, ha dejado de existir. Ya ni
siquiera es el infierno sartriano. Simplemente ha dejado de existir.
Tan ocupados, como estamos, en la permanente contemplación de un
mundo virtual, adheridos como lapas a nuestro móvil, a nuestro
ordenador o a nuestro televisor, los otros, los demás, cuando no nos
sirven, cuando no podemos utilizarlos para nuestro propio beneficio,
nos resultan invisibles. El caótico mundo que vivimos es su
problema. Solo su problema. También el nuestro, claro, aunque, la
verdad, huyendo, continuamente, de pantalla en pantalla, de chorrada
tecnológica en chorrada tecnológica, transeúntes, tal vez de por vida, en un espacio virtual, preferimos ignorarlo.