martes, 10 de septiembre de 2013

Septiembre


La despedida del verano, además de un recurso literario que ha alentado algunos de los mejores párrafos de las novelas de Scott Fitzgerald, tiene siempre un regusto agridulce a infancia perdida, jaulas de grillos, rabos de lagartija, mermelada de higos, moras en los matorrales y racimos de uva en la parra. Hayamos estado de vacaciones en una mansión rural sepultada en el viñedo bordelés, en un diminuto apartamento de la arrasada costa mediterránea, en alguna capital centroeuropea repleta de panteones, estatuas, bibliotecas y catedrales o hayamos permanecido ferozmente escondidos en la habitación menos calurosa de la residencia habitual, lo que siempre nos suele quedar del verano son unas cuantas fotografías que el tiempo se encargará de amarillear, la sensación de no haberlo apurado del todo, ese regusto agridulce que nos remonta a los largos días de la infancia y unos cuantos tópicos más que año tras año se repiten por estas fechas como frutos propios de la estación – que le vamos a hacer, la naturaleza humana además de por el tedio, suele estar condicionada por los tópicos, los lugares comunes, la demagogia de los políticos y la ilusa pretensión de la libertad. Conozco personas con bastante sentido común que nada más regresar de las vacaciones se proponen no leer un periódico nunca más, no tener en cuenta las declaraciones de los políticos, hacer una fabulosa pira funeraria con todos los transistores que haya en la casa o destrozar la televisión a hachazos. Todos los años la historia se repite. Una vez terminado el verano hay personas que regresan de las vacaciones hastiadas del tiempo que les ha tocado vivir y hacen todo lo posible para no tener ningún contacto con la realidad nuestra de cada día. Los suplementos dominicales de los periódicos, por ejemplo, para que este repentino enfrentamiento con la realidad no nos suponga trauma alguno, se llenan de numerosos artículos con recomendaciones para iniciar la nueva temporada con la mejor disposición posible. Las propuestas son tan variadas que lo mismo nos recomiendan iniciar una dieta antioxidante a base de frutos secos, verduras, yogures, plátanos, pescado azul y pan integral, que nos aconsejan invertir todas las mañanas unos diez minutos en desentumecer cada uno de los músculos agarrotados con unos sencillos ejercicios de estiramiento; gimnasia, que le dicen, para prevenir la desgana, el decaimiento o la fatiga de media mañana. De la misma manera que sucede durante los primeros días de cada nuevo año, estos últimos días del verano también son una época de propósitos. Nada más regresar a nuestra rutina habitual, temiendo tal vez la monotonía de los horarios laborales o el aburrimiento de una vida sin demasiado sentido, todos, en mayor o en menor medida, nos proponemos algo.

En muchas localidades costeras de nuestra comarca, por ejemplo, los propietarios de los barcos de vela, al dar por terminada su estancia en el mar, amarran el velero en la dársena, enrollan el foque, pliegan la vela sobre la botavara, la cubren con la capota, cierran el tambucho del camarote y regresan a la ciudad, prometiéndose, como otras veces, que cada fin de semana regresaran al barco para navegar sobre las aguas. Nadie regresa. El barco permanecerá atracado todo el año a merced de los pájaros y durante el invernaje gemirán sus amarras en los temporales, cabeceará el casco sobre las olas con una cadencia monótona, el mástil será azotado por las jarcias en los días de viento y sobre su cubierta se amontonarán los crepúsculos, los amaneceres, las noches suaves con estrellas muy claras, el sol más terrible y las constantes lluvias oblicuas. Todo esto constituye la memoria de la vida que nunca vivimos; aquella que, una vez terminado el verano, queda sepultada bajo los coches bomba que continúan estallando en Irak, el rostro metálico y huidizo de los locutores del telediario, el tráfico de los lunes lluviosos, el pánico que nos van a inducir ante la nueva gripe, los partidos de fútbol de cada domingo y todo lo que tenemos que hacer para ganarnos el pan nuestro de cada día. Pero mientras tanto, ahora, en estos primeros días de septiembre, lejos ya del intenso calor que hemos padecido, en los pueblos costeros todavía permanecen abiertos algunos restaurantes baratos donde se cocinan pescados a la parrilla: gambas, pulpos, carnosas sardinas, hermosos dentones, fabulosos meros de cabeza enorme, cuerpo musculoso, cola potente y una piel resbaladiza y oscura tocada de pequeñas manchas amarillentas. Antes de penetrar de nuevo en los sinsabores de la política, el vértigo laboral, la oscuridad del invierno y las limitaciones que nos procuran los espacios reducidos, conviene detenerse un instante en alguno de estos locales y entre bocado y bocado, descorchar una botella de algún vino blanco de la tierra - frío, seco, transparente - y brindar por el esplendor de los días perdidos, las siestas de la sobremesa, las noches breves, el rumor lejano de las olas estallando contra las rocas y los paisajes que, como estampas de un tiempo misteriosamente recobrado, se han extendido ante nuestros ojos bajo un sol mudo, tenaz, abrasador y casi, casi hebraico. Este es el último placer que el verano nos reserva: su despedida.

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