Hubo
un tiempo no demasiado lejano en que los hijos no solo heredaban el
pelo, el carácter, las deudas, los rencores o la casa de sus padres
sino también el oficio. Pero en esta época, por más que la ciencia
avance, la electricidad nos ilumine, los electrodomésticos nos
distraigan, el espacio esté repleto de satélites, los grandes
centros comerciales nos surtan de todo aquello que podamos necesitar
o por más que se analice minuciosamente el funcionamiento de las
neuronas cerebrales, resulta tremendamente complicado saber que es lo
que le impulsa a uno a convertirse en lo que finalmente termina
siendo. La influencia de la televisión para resolver este tipo de
cuestiones es más que evidente, ya que algunas series como Perry
Mason, Marcus Welby, Hill Street o Retorno Brisdehead, formaron
generaciones y generaciones de abogados, médicos, policías o
alcohólicos, pero actualmente con la sobreabundancia de canales
televisivos, los jóvenes tan pronto quieren ser maestros como
comisarios, albañiles, periodistas, mentalistas, piratas
descerebrados, abogadas anoréxicas o doctores arrogantes, con lo
que, finalmente, sin que apenas uno se de cuenta, en el mejor de los
casos, se suele terminar repartiendo pizzas a domicilio tanto o más
desconcertado que un constructor español en un paisaje limitado por
decreto ley al pastoreo, la siembra, la cosecha, el fluir de los
arroyos, el primaveral aleteo de las mariposas y el incesante mugir
de las vacas.
¿Pero
como llega uno a convertirse en un asesino?. ¿Escuchando demasiadas
canciones de La Oreja de Van Gogh, tomándose en serio las películas
de chinos que se lían a hostias ya desde los títulos de crédito,
yendo de kalimotxos por el casco viejo donostiarra con algunos
dirigentes de la mal llamada izquierda abertzale, acumulando rencores
sentimentales, frustraciones laborales, deudas hipotecarias que ni
siquiera nuestros bisnietos serán capaces de saldar o leyendo noche
tras noche, a hurtadillas, entre las sábanas, bajo la mortecina luz
de una linterna oxidada, a Stephen King de una manera compulsiva?. De
esto, como de tantas otras cosas, no tengo ni la más puta
idea.
Lo
cierto es que en dominios de lo que fuera antiguo territorio de
cosacos, mujiks, zares, condesas tísicas y príncipes idiotas,
pueden haber hallado la respuesta a este interrogante. Algunas
encuestas leidas en alguna de esas peculiares páginas que tanto
abundan en internet reflejan que los jóvenes rusos consideran la de
asesino a sueldo como una de las profesiones con más futuro en
Rusia, lo que me hizo recordar una conversación que mantuve hace
muchos años ya con un supuesto marinero ruso en un portuario bar de
nuestro sobredificado mediterraneo. Este hombre, tras contarme que
habia estado en Chechenia con el ejercito ruso, se mostró muy
orgulloso de haber matado muchos chechenos para asegurarme,
finalmente, con la brutal sinceridad que el alcohol suele propiciar,
que: “Yo
matar hombre, ningún problema, ningún problema. 1.000
euros y pistola, y yo pam pam y ningún problema, ningún
problema...”.
Ya se sabe, el tránsito traumático del comunismo más rancio al
capitalismo más salvaje genera este tipo de ambiciones o quizá las
cosas sean mucho más sencillas de lo que aparentan ser, tal como
escribiera Sam Shepard – bendecido por los dioses con demasiados
dones: alto, guapo, silencioso, escribe como si estuviera
diseccionando rastrojos de mi cerebro y además está casado con
Jessica Lange – en su poema titulado Carta de un asesino,: “Es
cierto que cambiamos mucho de casa y que para el niño eso es fatal,
aunque que importa una mentira de cuando en cuando, que importa que
me vea sangre en la corbata, a fin de cuentas puedo decirle que es
carmín o, mejor incluso, puedo decirle simplemente que soy un
asesino a sueldo que tiene que sacar dinero de donde sea para pagarle
los estudios y luego le doy un beso en la cabeza y le meto en la cama
y tomo nota por escrito de lo que murmura en sueño de cielos
azules…”.
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